09 noviembre 2012

Réquiem por la socialdemocracia.

Por Alberto Garzón.



Marx, como otros autores clásicos, consideraba que las reglas de juego del capitalismo, y en particular el motor de la competencia, obligaría a las empresas a luchar entre sí incrementando la explotación sobre sus trabajadores. Al fin y al cabo el objetivo de las empresas es mantener o ampliar espacios de rentabilidad, para lo cual es necesario sobrevivir en la selva de la guerra competitiva. Si una determinada empresa se despista y se muestra menos belicosa en esa tarea, por ejemplo subiendo salarios, las empresas rivales pueden tomar la delantera y aprovechar para rebajar sus costes en relación a la empresa en cuestión. Esos menores costes se traducirán en mayores ventas y en consecuencia en mayores beneficios, asumiendo que los compradores prefieren el producto más barato al más caro. Sabedora de este hecho, la empresa tendrá que reaccionar tratando de reducir sus costes al nivel de sus rivales. Es decir, volviendo a bajar los salarios. La amenaza es desaparecer en tanto que empresa.

Por estas razones apuntadas, Marx y los clásicos consideraban que la tendencia del salario era a alcanzar un nivel de mera subsistencia. La coerción de la competencia llevaría a todas las empresas a alcanzar equilibrios de mercado donde el salario estuviera totalmente deprimido y con ello se mantuvieran condiciones de precariedad absoluta para los trabajadores. Dado que además la coerción de la competencia también obligaba a reinvertir los beneficios empresariales, Marx sumaba a la predicción de los salarios de subsistencia la famosa advertencia de que el capitalismo estaba cavando su propia tumba al aplicarse la ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia.

Pero el desarrollo del sistema capitalista, bajo la tendencia de la concentración y centralización (empresas cada vez más grandes formando monopolios u oligopolios), junto con el ascenso al poder de partidos socialdemócratas y la aplicación de reformas que tenían como objetivo paliar las consecuencias de dicho desarrollo, mostraron una realidad histórica bien diferente a la que Marx había predicho. Las tesis de los revisionistas como Bernstein aparecían triunfantes en la creencia, aparentemente demostrada, de que el capitalismo podía domesticarse para evitar el negro oscuro que predecía el marxismo original.

Lo cierto es que la emergencia de las grandes empresas formando monopolios consiguió neutralizar la dinámica competitiva que, según Marx, debería haber conducido a salarios de subsistencia para los trabajadores. En un entorno de monopolio no es necesario luchar por reducir los costes laborales y en consecuencia se pueden compartir ciertos espacios de ganancia con los trabajadores si las instituciones, como el Estado, presionan para que así sea. El problema que puede emerger tiene más que ver, como apuntaron los autores neomarxistas (Sweezy, Foster, Magdoff), con la acumulación de ganancias por parte del capital que no puedan encontrar espacios de inversión (tesis del subconsumo). En cualquier caso, en ese marco de falta de competencia, los salarios no tienden hacia niveles de subsistencia. La socialdemocracia y el Estado del Bienestar pueden sobrevivir, si bien a costa de la sobrexplotación de recursos naturales y de los países en desarrollo.

Sin embargo, entre los ochenta y los noventa la caída del llamado socialismo real y la crisis de las organizaciones de izquierdas condujo a la hegemonía neoliberal y a la puesta en marcha de políticas económicas que promovían la libre circulación de capitales por todo el mundo. Estaba en marcha un nuevo estadio de globalización financiera y productiva, donde la competencia volvía a tener un lugar central en la actividad económica.

Las empresas de todos los países desarrollados, incluso aquellas que habían mantenido por mucho tiempo sus monopolios, tuvieron que entrar de nuevo en el tablero de la lucha competitiva. Y ese nuevo marco condujo de nuevo a la vigencia de la dinámica propia del capitalismo y, en consecuencia, a la validez de la predicción original de Marx. En todas partes las empresas luchaban por reducir sus costes laborales para poder vencer en una competición que ahora les enfrentaba con empresas de todo el mundo. Este sigue siendo nuestro contexto actual. El llamado capitalismo salvaje o capitalismo sin máscara.

Este marco de libre competencia mundial trasciende a los Estados y, en consecuencia, anula de facto la capacidad de la socialdemocracia de poder enfrentar esa dinámica a través de la actividad parlamentaria. Es decir, incapacita a las instituciones estatales para domesticar el capitalismo. Cualquier intento de alcanzar a nivel estatal políticas reformistas conduce necesariamente a una pérdida de competitividad de las empresas nacionales, lo que se traduce en mayores tasas de desempleo. He ahí el actual drama teórico y la confusión ideológica de los partidos políticos socialdemócratas en toda Europa, más allá de sus resultados electorales, al tener que enfrentar el dilema de precariedad o paro. Es decir, salarios de subsistencia o desempleo.

La socialdemocracia tiene que elegir entre aspirar a vencer en la lucha competitiva, aceptando un modelo de sociedad basado en salarios de subsistencia, o mantener nichos reformistas construyendo de nuevo monopolios, bien porque temporalmente domina tecnológicamente a partir de una determinada estructura productiva (modelo alemán) o bien porque introducen medidas proteccionistas que le aíslan de la lucha competitiva (modelo de capitalismo occidental de posguerra).

En un contexto de globalización financiera y productiva, estadio al que tiende siempre el capitalismo, Marx recupera su vigencia y sus tesis se reafirman. Al capitalismo le sobran, en este contexto, todos aquellos elementos que obstaculizan la posible victoria en una lucha competitiva. Dicho de otra forma, al capitalismo le sobran actualmente los servicios públicos y los derechos laborales. Y ante eso reaparece el viejo dilema de escoger entre un modelo de sociedad bárbaro y un modelo de sociedad alternativo. Y ese modelo alternativo sólo puede constituirse fuera del espacio capitalista, fuera del capitalismo.

Fuente: Diario Público.

05 noviembre 2012

Los galones del capitán Oliver Law.

Harry Randall vive en el desierto de Tucson (Arizona). Sus dedos parecen los de un pianista más que los de un fotógrafo. En 1937 era el camarógrafo y fotógrafo de la Brigada Abraham Lincoln, compuesta por unos 2.800 voluntarios norteamericanos que se unieron a la II República "para luchar contra el fascismo".
 


Durante el largo año en que luchó en España, Randall tomó miles de fotografías y filmó decenas de horas de combates. Muchas de esas imágenes, filmaciones en su mayoría inéditas, han estado entre las cajas de las mudanzas de Randall hasta que un grupo de documentalistas españoles ha logrado rescatarlas e incorporarlas al documental Almas sin fronteras.
 
La memoria de Randall es la memoria gráfica de una gesta multirracial sin precedentes en la historia. Blancos y negros estadounidenses se abrazan en sus fotografías con los mismos uniformes harapientos. "Por primera vez en EE UU, oficiales negros comandaron a tropas blancas", dice el historiador californiano Peter Carroll. "La Lincoln fue la primera unidad del Ejército norteamericano integrada por soldados de todas las razas. Jamás había ocurrido antes ni ocurriría poco después, en la II Guerra Mundial, donde el Ejército norteamericano seguía siendo segregacionista".
 

Oliver Law, el capitán negro.

 
Al más mítico de los afroamericanos de la Lincoln, al capitán Oliver Law, un coronel estadounidense que visitó España en 1937, le preguntó: "¿No le da vergüenza lucir ese uniforme con galones?". Y Law le contestó: "Yo era artillero en el ejército norteamericano, porque era negro. Aquí, en España, los galones se obtienen por lo que merecemos, no por nuestro color". Law merecería aquellos galones. Dirigía a sus hombres encabezando los ataques. En 1937 fue alcanzado por un mortero en la batalla de Brunete.


 
El último de los afroamericanos de la Lincoln murió en 1993. Jimmy Yates grabó la siguiente frase antes de fallecer: "En España fue donde por primera vez, siendo negro, me sentí libre".
 
A finales de 1936 zarpó de Nueva York un barco con los primeros voluntarios. Abandonaban un país cuyo Gobierno les había prohibido tomar parte en la guerra española. Partían de una ciudad en la que nueve de cada diez habitantes ni imaginaba lo que ocurría en España. Se dirigían a un país donde a nadie conocían ni nadie les esperaba.
 


 
 
Fueron guiados hasta los campos de entrenamiento de Albacete y entraron en combate en la batalla del Jarama (Madrid), en febrero de 1937. El Jarama fue la primera batalla internacionalizada de la Guerra Civil y el primer ensayo de choque de tropas de la II Guerra Mundial. Marroquíes, alemanes e italianos luchaban del lado de Franco. En el flanco republicano se habían citado voluntarios nada menos que de 54 países de los 66 que entonces formaban parte de la Sociedad de Naciones.

 
Dave Smith es quizá el único superviviente de la Lincoln que estuvo en esa batalla. Cuando llegó al Jarama le dijeron: "¿Sabes usar un fusil?". Mintió: "¡Pues claro!". "¡A la línea del frente!", le ordenaron. Era el 5 de febrero de 1937, la víspera de la ofensiva de una batalla que se cobró 20.000 bajas en sólo 19 días. "Nunca antes habían visto una guerra", afirma Carroll. "Y en ese sentido, el Jarama fue un estreno sangriento para todos ellos".
 
"Lo único que nos mantenía en pie era nuestro compromiso político. Estábamos tan comprometidos que entrábamos en combate sin dudarlo", recuerda Smith. Otro de los de esa docena de supervivientes norteamericanos, Abe Osheroff, también hace memoria de la guerra. "En la batalla de Belchite me di cuenta de que más de la mitad de los compatriotas con los que me había entrenado en Albacete estaban muertos o heridos".
 
"Estos hombres hicieron cuanto estuvo en su mano", explica Carroll, "pero no eran militares profesionales. Ahora bien, la experiencia y el entrenamiento que les faltaba lo compensaban con su fe, su pasión y su ánimo. No estaban luchando por ellos mismos, ni tampoco por dinero. Estaban luchando por hondas convicciones. Y por eso es por lo que estaban dispuestos a morir".
 

 

La represión de McCarthy.

 
Dispuestos a morir o a convertirse en reos. Robert Steck fue capturado en el Ebro en abril de 1938 y trasladado al monasterio de San Pedro de Cardeña (Burgos), una de las improvisadas prisiones nacionales convertida en centro experimental de la tortura.
 
Ese año, mientras Dolores Ibarruri cumplía con acuerdos internacionales que obligaban al Gobierno de la República a desalojar de España a los brigadistas de todas las nacionalidades, Steck creaba dentro de la prisión lo que llamó el Instituto de Estudios Avanzados. En la práctica era una universidad clandestina donde los presos aprendían todo tipo de materias de aquellos compañeros que eran capaces de enseñarles algo. "Nos apañábamos así para seguir en la lucha, para mantener nuestros ideales".
 
De vuelta a Estados Unidos pagaron los pecados por haber luchado junto a los republicanos. En 1947, el Departamento de Justicia del Gobierno de Estados Unidos elaboró una relación de organizaciones subversivas. La Brigada Lincoln aparecía dos veces. Jack Shafran y Moe Fishman fueron dos de los muchos represaliados que se quedaron sin empleo. "A cualquier simpatizante de la izquierda lo calificaban de comunista, con lo cual perdía automáticamente su trabajo", aclara Shafran.
 
El caso de Steve Nelson tuvo repercusión mundial por su desproporción. El macartismo condenó a Nelson a 20 años de prisión por haber participado en actividades relacionadas con el comunismo. El día antes de entregarse a la policía, Nelson paseó en silencio durante horas con su mujer y sus hijos por un parque de Pittsburgh. "¿De qué íbamos a hablar?", se pregunta Nelson. "¿Cómo se habla de que vas a pasar 20 años en la cárcel, cómo lo explicas?".
 
 
Fuente: Diario EL País.