14 noviembre 2014

Por qué México necesita una revolución.

Por Santiago Armesilla


Una revolución se define, no más, que como un cambio radical en el orden establecido de una nación. Ese cambio en su orden establecido conlleva una reconstrucción completa de las instituciones que entretejen, como totalidades sistemáticas, el orden sociopolítico y económico de un Estado-nación por el cual algunas instituciones del orden en derribo son destruidas y cambiadas por completo por otras nuevas, otras son reformuladas y otras, que funcionaban bien, son mantenidas y adaptadas al nuevo orden. Una revolución es un cambio radical debido a una emergencia ejecutiva, legislativa y judicial (en fórmula de Hugo Chávez), pero también gestora, planificadora y redistribuidora del valor económico producido en la sociedad política, y militar, federativa y diplomática. Sin un cambio completo en todos esos poderes políticos descendentes hacia el pueblo, y sin cambios radicales en la actitud del pueblo, como conjunto de clases sociales que, como poderes políticos ascendentes, influyen sobre los descendentes también, no hay verdadera revolución política.

Las revoluciones políticas siempre tienen algo de violencia. Violencia no es solo que haya sangre. Violencia es cortar calles y avenidas, hacer escraches, disputar términos políticos a los que redefinir, enseñar los dientes y señalar a los culpables de la situación del pueblo advirtiéndoles de que en el nuevo orden pagarán sus faltas de alguna manera. No hay nada de “malo” ni “bueno” en ello siempre que dicha violencia, que dicho “sano odio proletario” que diría Lenin, se encauce en la dirección correcta. La violencia es la partera de la Historia, afirmaba acertadamente Engels. Si bien esa violencia puede conllevar sangre o, simplemente, una situación de tensión psicológica permanente hacia aquellos a los que fue dirigido el dedo acusador revolucionario.

Hay casos, no obstante, que por su trascendencia histórica incluso internacional, requieren algo más. Ese es el caso de México. Tras saberse que los 43 estudiantes desaparecidos pertenecientes a la Escuela Normal Rural de Ayotzanipa, Estado de Guerrero (a los que hay que sumar seis víctimas anteriores, tres también estudiantes, en enfrentamientos con la Policía) fueron quemados vivos, y que el Alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez (candidato externo del PRD a la Alcaldía, que ganó), y su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa, están relacionados con esos asesinatos y con el cártel del narcotráfico Beltrán Leyva, la situación en Guerrero en particular, y en todo México en general, es más que angustiosa, ignominiosa y deplorable. Grupos de trabajadores del campo y las ciudades están tomando las armas porque no les queda más remedio que hacerlo, debido a que el Estado mexicano, podrido en la corrupción en todos sus partidos (el derechista PAN, el mafioso PRI y el traidor PRD), no les ampara frente a la violencia de la narcoburguesía (término que explico luego), que compra voluntades de políticos, empresarios, militares y policías sin ningún miramiento. A las aisladas “autodefensas” campesinas ya formadas anteriormente por casos similares, y reprimidas por el propio Gobierno mexicano, se une ahora un malestar general ante un presidente inútil, Enrique Peña Nieto (el Mariano Rajoy mexicano), que está viendo cómo los mexicanos empiezan a quemar palacios gubernamentales, en Chilpancingo e incluso en el Zócalo (la antigua “Plaza de Armas”) del DF donde se ha quemado la puerta del Palacio Nacional. Ángel Aguirre, gobernador del Estado de Guerrero, ya dimitió y fue sustituido interinamente por Rogelio Ortega.

El Gobierno de Peña Nieto prometió investigar a fondo el suceso, pero los resultados van lentos, y los padres de los estudiantes normalistas piden la cabeza de Peña Nieto, y con razón. Ya hay detenidos que confesaron quemar vivos a los estudiantes, y se sabe que varios policías facilitaron el secuestro de los 43 asesinados. Abarca Velázquez ya está en prisión preventiva.

México, la gran nación iberoamericana por extensión y población (cerca de 120 millones de habitantes, la mayor nación de hispanohablantes del Mundo, seguida por Estados Unidos), lleva demasiado tiempo supeditada a unos “mayordomos de los ricos”, a unos “administradores de los negocios de la burguesía” en el poder político que, desde hace tiempo, administran también los negocios de esa Gran Burguesía ilegal y alegal (en ocasiones “legal”, debido a los negocios legales de blanqueo de dinero que toda mafia tiene) que son los narcos. En su magnífico libro de 2013 “Delincuencia, finanzas y crimen organizado“, el sociólogo marxista español Armando Fernández Steinko junto con otros autores llega a la conclusión de que las mafias nacionales e internacionales (existe una “mafia española” de la que muchos no quieren ni oír hablar) son en realidad empresas. Con la salvedad de que no tienen ayuda legal del Estado para financiar sus negocios, si definimos las empresas como instituciones circulares de ciclo ampliado, los negocios del crimen organizado lo son.

Los mayores negocios empresariales ilegales y alegales del Mundo son el tráfico de personas (existen en el Mundo actualmente más de 30 millones de personas viviendo en régimen de esclavitud, laboral y, sobre todo, sexual), el tráfico de armas y el tráfico de drogas, entre otros. Y el personal trabajador de dichas empresas, que está a la orden de unos empresarios dueños de medios de producción, distribución, intercambio, cambio y consumo de armas, drogas y otros materiales ilegales, ha de deberse a sus dueños, análogamente de la misma manera en que lo hacen todos los trabajadores de otras empresas: fidelidad, productividad y discreción (no rebelión).

Por eso, siguiendo la analogía, cuando un cártel de la droga mexicano realiza una ejecución de algún soplón interno, o de alguien que no ha cumplido una tarea encomendada bien respecto al comercio de la droga, ese alguien es ejecutado de la manera más ejemplarizante: decapitado o descuartizado. No se trata más que de un despido de un trabajador, pero sin posibilidad de volver a vender su fuerza de trabajo tras el despido. Como se afirma en la ‘NDrangheta italiana, una de las mafias más poderosas y peligrosas del Mundo, en la mafia se entra con sangre (pactos de sangre) y se sale con sangre. Es decir, se sale muerto o no se sale jamás.

Estos narcos compran policías (no hay nada que más ayude a la corrupción de las fuerzas y cuerpos de seguridad de un Estado que cobrar sueldos muy bajos), militares, empresarios, políticos y periodistas, además de otros profesionales y gente de a pie. Instauran una ley marcial apropiándose de un territorio del Estado para su control y regionaliza un terror económico-político comparable solo al Estado Islámico en Iraq y Siria (con el que se dice que el narco mexicano tiene contactos), pero sin pretensiones políticas (salvo que se les vea, en cierto sentido, como anarco-capitalistas). Y, por supuesto, como el Estado Islámico, los narcos mexicanos tienen el amparo y connivencia de multitud de instituciones poderosas a nivel regional y nacional en los Estados Unidos de (Norte) América. Esta perenne inestabilidad y corrupción convierten a México en un Estado fallido según muchos analistas, donde los momentos de tranquilidad y placidez vital de la población suelen ser bruscamente interrumpidos por crímenes como el de los 43 normalistas, que se unen a cientos de miles de víctimas debido a esta narcoguerra que enfrenta a los trabajadores mexicanos legales contra una narcoburguesía, grandes dueños de medios de producción, distribución, intercambio, cambio y consumo, las ramas de las relaciones de producción de toda sociedad política y que operan en todo mercado que se precie, en este caso mercados ilegales y alegales de droga, prostitución y armas a escala mexicana e internacional, sobre todo en la frontera con Estados Unidos, como bien explica la fantástica película de Robert Rodríguez, Machete. Una narcoburguesía que tiene a su merced a buena parte de la administración pública mexicana.

Siempre habrá crímenes, siempre habrá delincuentes, y el grado de organización de estos delincuentes variará y será más compleja según evolucione el grado de complejidad de toda sociedad política. Pero cuando el grado de delincuencia y corrupción incide en la descomposición social de una nación, la única salida digna que queda a esa nación es la revolución política, que implique la transformación, por emergencia, de todas las capas y ramas del poder de dicha nación. Cuando esa descomposición implica crimen y una violencia extrema, solo otra violencia extrema, aunque organizada y con el fin último de instaurar la paz y el orden social, puede plantarles cara. México necesita una clásica revolución violenta para poder asegurar la paz, la paz de los vencedores revolucionarios frente a la narcoburguesía y sus legales pero inmorales aliados políticos y empresariales. México necesita una vanguardia militante disciplinada y organizada que pueda ejecutar sin miramientos y sin despeinarse apenas a los narcoburgueses más militantes, incluso buscando a aliados traidores a sus filas. Y si, como toda revolución política seria, esta necesita expandirse fuera, quizás no quede más remedio que plantar cara a los Estados Unidos de (Norte) América en esta necesaria vacuna contra un veneno casi incurable como es el crimen organizado a escala masiva. Amparándose en los trabajadores hispanos de Estados Unidos y en organizaciones supranacionales como el ALBA, la UNASUR y el MERCOSUR, México puede convertirse en la avanzadilla política revolucionaria de toda Iberoamérica. Pero para poder hacerlo, el grado de violencia política organizada, disciplinada y regulativa de una necesaria paz posterior que México necesita, aún siendo corta en su quehacer temporal debido a la búsqueda de dicha paz, ha de ser mayor incluso que la desatada por la narcoburguesía, aún siendo selectiva. México necesitaría su toma de la Bastilla, su terror, quizás su termidor y su 18 brumario napoleónico. Solo así podrá ser posible la paz, la paz de la revolución victoriosa, más definitiva que la realizada en 1910 y más exitosa que la realizada en 1968.

En conclusión, México necesita una revolución para instaurar la paz frente a la narcoburguesía porque, por internacionalismo iberoamericano, el resto de sus hermanos socialistas, comunistas y populistas en otras naciones les necesitan de su lado para cruzar todas las trincheras fronterizas de guerra que se mantienen con el Imperio Estadounidense. Pues no puede entenderse el férreo control fronterizo estadounidense frente a la “migra” sin todo lo que está pasando de Río Grande para abajo en materia de delincuencia, finanzas y crimen organizado. Solo ampliando las fronteras políticas de dicha revolución violenta frente a esos controles se puede acabar con el narcotráfico, ya que como diría Sartana Rivera, el personaje de Jessica Alba en la citada “Machete”, “nos quieren imponer una frontera, pero la frontera somos nosotros“.

Fuente:  http://www.larepublica.es/2014/11/por-que-mexico-necesita-una-revolucion/

10 noviembre 2014

La estrategia política ante una sociedad en descomposición.

Vivimos tiempos convulsos, de cataclismo, en los que se mueve el suelo bajo nuestros pies. Y perdemos puntos de referencia desde los que comprender lo que sucede a nuestro alrededor o desde el que entendernos a nosotros mismos. Como diría Marx, aunque él refiriéndose al inicio de la modernidad, parece que “todo lo sólido se disuelve en el aire”. Y es cierto. La vida tal y como nos la habían contado hace tan sólo una década está dejando de existir. Los relatos construidos desde el poder se esfuman con rapidez. Las promesas de futuro pierden su sentido. Y los códigos para relacionarnos entre nosotros cambian trepidantemente.
 
El filósofo y esclavista estadounidense John Calhoun dijo a inicios del siglo XIX que en los períodos de transición de esta naturaleza, entre lo viejo y lo nuevo, siempre hay “incertidumbre, confusión, error y salvaje y feroz fanatismo”. Un siglo más tarde y desde otras coordenadas ideológicas muy distintas Gramsci añadiría que en ese “interregno llamado crisis ocurren los fenómenos más morbosos”. Pero son sin duda los pueblos y sus gentes los que deciden con sus acciones qué tipo de fenómenos delimitan y determinan ese interregno. No hay nada escrito de antemano. Simplemente son brechas de oportunidad en las que pueden adentrarse unos u otros, en función de una disputa política que se realiza en todos los planos. Desde luego no sólo en el plano electoral.
 
Efectivamente, si miramos a nuestro alrededor vemos una comunidad social en descomposición. Las condiciones materiales de vida de la mayoría de la gente se están mermando y con ello se está resquebrajando las seguridades del pasado. Sin embargo, esto no sucede para todo el mundo por igual. Podríamos decir, de hecho, que hoy en nuestra sociedad conviven dos sociedades ciertamente antagónicas.
 
De un lado una sociedad fordista, propia de las comunidades políticas occidentales de posguerra, y en la que los trabajadores disponen de estabilidad laboral, contratos indefinidos, ciertos derechos sociales reconocidos y garantizados, un mínimo espacio de propiedad material que abarca al menos una vivienda o un vehículo, y sobre todo una seguridad de cara al futuro como es el disfrute de una pensión. De otro lado convive una sociedad posfordista, caracterizada por la inseguridad laboral, los contratos basura, la precariedad, menos derechos sociales, la ausencia total de expectativas de futuro y, en definitiva, un horizonte muy negro. A este fenómeno de convivencia simultánea de dos sociedades tan distintas el filósofo alemán Ernst Bloch lo llamaba atemporalidad o espacio temporal de no sincronía. Y le sirvió para describir tiempos tan tormentosos como el de la Alemania de los años treinta del siglo pasado y el ascenso del nazismo.
 
Pienso que estamos viviendo un cambio de época similar. La cacareada ruptura generacional se explica precisamente por estas razones, en tanto que la mayoría de los jóvenes vivimos en la sociedad posfordista. La distinta concepción del mundo que existe, por término medio, entre una persona joven y una no tan joven se deriva de las distintas condiciones materiales de existencia. ¿Cómo van a pensar políticamente igual si viven de forma tan distinta?
 
Cuando esto no se entiende hay una tendencia a vivir en burbujas. Eso es lo que creo que le ha pasado a la política, a sus instituciones y a las organizaciones políticas. Este y no otro era el mensaje más claro que mandamos los jóvenes que ocupamos las plazas en mayo del 2011. No se entendió.
 
Ahora bien, ¿la ruptura generacional nos da las claves para la regeneración democrática? Pienso que no necesariamente.
 

Crisis de régimen y democratización de la economía

 
Estamos viviendo una grave crisis económica que por su profundidad ha derivado en una crisis institucional. Es lo que llamamos crisis de régimen y que Gramsci llamaba crisis orgánica. Y esta crisis de régimen tiene dos componentes fundamentales: una crisis del modelo de acumulación capitalista, que afecta a la estructura económica y social, y una crisis de la democracia representativa liberal, que afecta a la estructura política y a las organizaciones políticas. La regeneración democrática no puede realizarse únicamente en uno de estos planos sino que debe abarcar los dos.
 
Es decir, no se trata de un recambio de unos dirigentes por otros. No se trata de sustituir las caras viejas por caras jóvenes. Pedro Sánchez es en última instancia Rubalcaba. No se trata tampoco de cambiar los nombres a los partidos. La tangentopolis italiana terminó en Berlusconi. Tampoco se trata únicamente de aprobar primarias. Obama fue elegido así. Todas las anteriores pueden incluso ser condiciones necesarias, pero desde luego nunca suficientes.
 
El principal problema de nuestra democracia es que mandan los que no se presentan a las elecciones. Y tiene mucho que ver con la crisis del paradigma constitucional. Desde hace décadas se ha estado produciendo un vaciamiento formal de las constituciones a través de una pérdida de soberanía de los Estados. Pero también un vaciamiento de la dimensión sustancial a través del desmantelamiento del Estado social y de las garantías positivas. Todo ello ha derivado en una inversión de la relación que existía entre economía y política. Hoy, y esta es la clave de todo, la economía domina y subordina a la política. Lo que significa que el espacio privado, los mercados, esclavizan al espacio público y los gobiernos.
 
Y mientras no se invierta esta relación, de tal forma que la política gobierne a la economía, las reformas democráticas serán en vano. Porque hoy tiene cierta vigencia aquella máxima anarquista de que “si votar sirviese de algo no nos dejarían votar”. Hoy Florentino Pérez, la señora Botín y otras grandes fortunas tienen mayor capacidad, aunque sea antidemocrática, para decidir qué será de nuestras vidas. Y así es como el mercado, con su carácter irracional y caprichoso, determina nuestro presente y futuro.
 
El horizonte de los movimientos democráticos sigue siendo, a mi juicio, el horizonte de la democratización de la economía. Un horizonte socialista. Un espacio político donde sea el demos el que tenga la capacidad de tomar las decisiones sobre qué producir, cómo distribuir y cómo consumir. Y esta es mi declaración de principios, nítida y clara.
 
Pero hoy estas mismas intenciones se sitúan no ya tras discursos clásicos como el de capitalistas frente a trabajadores, sino fundamentalmente como el de arriba frente abajo, el 99% frente al 1% o el de élites frente a ciudadanos. Todos representan una contradicción fundamental en el seno de la comunidad política que tiene que ver con la distribución de la renta, riqueza y sobre todo del poder.
 

Posmodernidad y discursos

 
Pero que hoy hablemos más de arriba frente a abajo que de capitalistas contra trabajadores no sólo tiene que ver con el proceso de radical transformación de la estructura productiva que ha difuminado las viejas categorías conceptuales. A mi juicio tiene más que ver con la entrada en la posmodernidad. Al fin y al cabo, mucho más difusa es la contradicción arriba-abajo.
 
Lo que en términos económicos es un desplazamiento desde modelos de acumulación fordistas a modelos de acumulación posfordistas tiene su correlato en el ámbito sociocultural en el desplazamiento desde la modernidad hacia la posmodernidad. Y en una sociedad cada vez más posmoderna los discursos se imponen a los programas, la apariencia a la esencia y lo efímero a lo reflexivo. La entrada en la posmodernidad, que Harvey sitúa en mayo del 68, está relacionada con aquel salto del ser al parecer que denunciaban los situacionistas franceses.
 
Ya lo supo distinguir Lacan cuando diferenció entre lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico. Hoy la política se hace crecientemente en el espacio simbólico y no en el real. En cierta medida siempre fue un poco así. ¿Qué porcentaje de la población se lee los sesudos programas electorales y qué porcentaje prefiere decantar su voto en función de las emociones que siente al escuchar un discurso determinado? ¿qué importa lo Real si lo Simbólico es tan atractivo?
 
Hablábamos antes de Ernst Bloch. Él responsabilizó al Partido Comunista Alemán del ascenso del nazismo. Y la principal acusación que realizó fue que todo lo que hizo el Partido Comunista lo hizo bien. Pero que la clave estaba en lo que no hizo. Y lo que no hizo, en términos generales, fue intentar comprender qué sentía la población. El Partido Comunista estaba impregnado de racionalismo y creía firmemente en la sucesión de etapas predicha por Marx. A la sociedad feudal le seguía la modernidad y a la modernidad el socialismo. Pero no atendieron a los sentimientos ni las emociones de las personas que caían al abismo de esa transición. ¿Qué pasaba con los campesinos, con los empobrecidos, con los no proletarios y sus tradiciones conservadoras? ¿quién los asistía? El fascismo ocupó el lugar.
 
Hoy la izquierda francesa ha repetido los mismos errores ante la emergencia de la extrema derecha. Y hoy la izquierda española organizada e ideologizada ha dejado un hueco enorme a una izquierda más fluida y líquida que ha sabido entender el corazón, la rabia y la frustración de la gente. Nosotros no supimos entender las emociones de un creciente sector de la sociedad que caía en el abismo de la crisis económica y de la gestión neoliberal de la crisis pero que, mucho más importante, está en la parte más baja de la transición hacia un nuevo modelo de sociedad absolutamente regresivo. Pensamos que por el hecho de compartir objetivos y programa nos iban a votar a nosotros. Nos faltó no sólo ambición política sino que también pecamos de una notable incomprensión del fenómeno social que se encontraba detrás del 15-M, las mareas o las marchas por la dignidad.
 
Ha sido el discurso populista, y me refiero a su acepción académica y sin connotación negativa alguna, basado en los escritos de Ernesto Laclau, el que ha logrado canalizar esa rabia. De esto debatimos con Pablo Iglesias antes de las elecciones europeas en lo que Zarzalejos llamó “el pronunciamiento de Lavapiés”.
 
Pero esta estrategia populista encuentra enormes debilidades. La capacidad de canalizar la rabia de la gente a través de lo que Laclau llama un “significante vacío”, es decir, un discurso con calculada ambigüedad ideológica que consigue unir demandas insatisfechas de gentes de muy diferentes estratos sociales, es limitada. Mientras mayor es la insatisfacción social mayor es esa capacidad, desde luego. Pero atraer no es convencer. Y eso significa que es posible estar construyendo un gigante con pies de barro.
 
Por eso es insensato estar todo el tiempo hablando de Podemos. Para entender lo que sucede en la actualidad no hay que hablar de Pablo Iglesias, amigo y durante mucho tiempo compañero de trinchera, sino de la economía y de las condiciones materiales de vida de la gente. No son las encuestas las que explican la calle, sino la calle las que explican las encuestas.
 
La izquierda en la que yo creo es, sin embargo, heredera de la ilustración. Es la que ancla su historia en la tradición política republicano-socialista, y que no sólo acepta que hay lucha de clases sino que además entiende que la verdad, la honestidad, el conocimiento y la educación son elementos definitorios de una sociedad justa. A nosotros no se nos ocurriría diluir el componente republicano o feminista con objeto de obtener más votos. Operamos en el sentido contrario. Tratamos de hacer pedagogía para convencer a la gente de la necesidad del republicanismo, en tanto que modelo de estado de ausencia de rey y de participación democrática desde abajo.
 
Para hacerlo correctamente debemos en primer lugar hacer un diagnóstico correcto de lo que está sucediendo, tanto a efectos económicos como culturales. Y luego aceptar que los códigos políticos han cambiado y que hay que adaptarse. Especialmente en materia de comunicación, que es el instrumento que media entre lo Real y lo Simbólico y lo que construye, en última instancia, la identidad política.
 

La mercantilización de la política

 
Pero nosotros no marcamos el terreno de juego. Y sin duda hoy estamos en uno en el que prima la mercantilización de la política. Es decir, una concepción de los asuntos públicos según la cual es posible valorar la política en términos cuantitativos y a través de las variaciones de precios.
 
La interpretación de una encuesta y de sus componentes cada vez se parece más a la interpretación que hacemos de los movimientos en Bolsa. Y se concibe a la política como un producto que hay que ir adaptando para que el consumidor lo encuentre más atractivo. Así tenemos todo un mercado de comunicación política que nos dice cómo tenemos que vestir o cómo debemos hablar. Y sobre todo cómo debemos debatir en espacios televisivos configurados para obedecer a la dictadura de la audiencia. Un nivel adecuado de gritos y un nivel adecuado de insultos para que nadie se duerma en su salón. Y nos puede gustar o no, pero el formato condiciona el mensaje y el mensaje condiciona el comportamiento electoral. Y así es como tenemos tendencias electorales, precios y valoraciones pero también burbujas e incluso OPA hostiles.
 
Pero cuando todos operan con estos mismos códigos la política pierde su sentido original. Deja de ser un instrumento de transformación social y pasa a ser puro teatro. Navegamos entonces por lo efímero, lo epidérmico, lo superficial. Y nos acostumbramos a la mediocridad intelectual y a la deshonestidad. Decir hoy lo que mañana negaré.
 
A mi juicio las encuestas no pueden ser la brújula que nos oriente. Y no deben serlo porque, aunque hay que ser flexibles en la táctica, debemos ser inflexibles en los principios. Y porque las elecciones son un medio y no un fin, una vez aceptamos que el propósito de la izquierda transformadora es precisamente el de transformar la sociedad y no simplemente el de ganar elecciones. Y esa relación entre medios y fines no debemos olvidarla bajo pena de que suframos procesos de institucionalización que nos llevan a ser cooptados por las instituciones hasta el punto de creer que nosotros somos las instituciones.
 
Por todo ello considero que Izquierda Unida no puede replegarse ante una sociedad que cambia tan bruscamente. Menos aún paralizarse o estancarse. Debemos comprender la naturaleza de las olas y convertirnos en una de mayor fuerza. No es momento de conservadurismo sino de audacia. Es momento de levantar la cabeza y de defender nuestros principios y valores sin olvidar nuestros objetivos. Estamos ante una oportunidad histórica para cambiar el país e Izquierda Unida tiene que ser parte necesaria de la solución y no del problema. La izquierda organizada e ideologizada de este país tiene que estar a la altura de la historia. Por el bien de la sociedad democrática.
 

La transformación económica y la alternativa

 
Ruptura generacional, crisis de régimen y posmodernidad cultural. ¿Qué hay detrás de todos estos fenómenos? Sin duda alguna, la última transformación del capitalismo en nuestro país. Un modelo de acumulación agotado y al que era inherente la corrupción más descarada. Un capitalismo que necesita una vuelta de tuerca exprimiendo los derechos conquistados para intentar sobrevivir en un mundo globalizado. Una necesidad que manifiesta la absoluta incompatibilidad entre capitalismo y Estado social en nuestro país.
 
Al capitalismo le sobran las conquistas democráticas que generaciones precedentes a la mía consiguieron tras décadas de luchas. Y esas conquistas, como la sanidad, educación o pensiones públicas, son las que forman la democracia. Pues la democracia no es sólo una cuestión de procedimientos sino de contenido. Y de un contenido que permita a los individuos alzarse como ciudadanos en el sentido republicano, esto es, libres de la necesidad. O, como diría Marx, que trascienden “el reino de la necesidad por el reino de la libertad”.
 
Hoy nuestro país es empobrecido, saqueado, expoliado. Hoy nos roban nuestros derechos con objeto de que unos pocos sigan enriqueciéndose y amasando fortunas con las que alimentar a las hienas financieras. Pero tanto mayor sea el saqueo mayor será la desamortización. Destruyen nuestra democracia y nos dicen que es necesario para que sigamos girando dentro de la rueda como hámsters sin conciencia.
 
Esta dinámica necesita un freno de emergencia. Izquierda Unida será parte de ese freno. La parte más sólida, incorruptible, la parte más convencida de tal necesidad. No queremos que dentro de unos años miremos a nuestro alrededor y veamos que nuestros hospitales son propiedad de empresas registradas en paraísos fiscales. No queremos que nuestras viviendas sean propiedad de fondos buitres. Y porque estamos ante una oportunidad histórica, estar a la altura de la historia implica trabajar con honestidad, contundencia y firmeza de acuerdo a nuestros principios.
 
Una época apasionante, de ruptura y de cambio. Mucho queda por cambiar. Y lo mejor de todo es que depende de nosotros que se haga a mejor. Pueden ustedes, todos y todas, estar convencidos de que lucharemos por ello.