Por Santiago Armesilla
Una revolución se define, no más, que como un cambio radical en el orden establecido de una nación. Ese cambio en su orden establecido conlleva una reconstrucción completa de las instituciones
que entretejen, como totalidades sistemáticas, el orden sociopolítico y
económico de un Estado-nación por el cual algunas instituciones del
orden en derribo son destruidas y cambiadas por completo por otras
nuevas, otras son reformuladas y otras, que funcionaban bien, son
mantenidas y adaptadas al nuevo orden. Una revolución es un cambio
radical debido a una emergencia ejecutiva, legislativa y judicial (en
fórmula de Hugo Chávez), pero también gestora, planificadora y
redistribuidora del valor económico producido en la sociedad política, y
militar, federativa y diplomática. Sin un cambio completo en todos esos
poderes políticos descendentes hacia el pueblo, y sin cambios radicales en la actitud del pueblo,
como conjunto de clases sociales que, como poderes políticos
ascendentes, influyen sobre los descendentes también, no hay verdadera
revolución política.
Las revoluciones políticas siempre tienen algo de violencia.
Violencia no es solo que haya sangre. Violencia es cortar calles y
avenidas, hacer escraches, disputar términos políticos a los que
redefinir, enseñar los dientes y señalar a los culpables de la situación
del pueblo advirtiéndoles de que en el nuevo orden pagarán sus faltas
de alguna manera. No hay nada de “malo” ni “bueno” en ello siempre que
dicha violencia, que dicho “sano odio proletario” que diría Lenin, se
encauce en la dirección correcta. La violencia es la partera de la Historia,
afirmaba acertadamente Engels. Si bien esa violencia puede conllevar
sangre o, simplemente, una situación de tensión psicológica permanente
hacia aquellos a los que fue dirigido el dedo acusador revolucionario.
Hay casos, no obstante, que por su trascendencia histórica incluso internacional, requieren algo más. Ese es el caso de México. Tras saberse que los 43 estudiantes desaparecidos pertenecientes a la Escuela Normal Rural de Ayotzanipa,
Estado de Guerrero (a los que hay que sumar seis víctimas anteriores,
tres también estudiantes, en enfrentamientos con la Policía) fueron quemados vivos,
y que el Alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez (candidato
externo del PRD a la Alcaldía, que ganó), y su esposa, María de los
Ángeles Pineda Villa, están relacionados con esos asesinatos y con el
cártel del narcotráfico Beltrán Leyva, la situación en
Guerrero en particular, y en todo México en general, es más que
angustiosa, ignominiosa y deplorable. Grupos de trabajadores del campo y
las ciudades están tomando las armas porque no les queda más remedio
que hacerlo, debido a que el Estado mexicano, podrido en la corrupción en todos sus partidos (el derechista PAN, el mafioso PRI y el traidor PRD), no les ampara frente a la violencia de la narcoburguesía
(término que explico luego), que compra voluntades de políticos,
empresarios, militares y policías sin ningún miramiento. A las aisladas
“autodefensas” campesinas ya formadas anteriormente por casos similares,
y reprimidas por el propio Gobierno mexicano, se une ahora un malestar
general ante un presidente inútil, Enrique Peña Nieto (el Mariano Rajoy mexicano), que está viendo cómo los mexicanos empiezan a quemar palacios gubernamentales, en Chilpancingo e incluso en el Zócalo
(la antigua “Plaza de Armas”) del DF donde se ha quemado la puerta del
Palacio Nacional. Ángel Aguirre, gobernador del Estado de Guerrero, ya
dimitió y fue sustituido interinamente por Rogelio Ortega.
El Gobierno de Peña Nieto prometió investigar a fondo el suceso, pero
los resultados van lentos, y los padres de los estudiantes normalistas
piden la cabeza de Peña Nieto, y con razón. Ya hay detenidos que
confesaron quemar vivos a los estudiantes, y se sabe que varios policías
facilitaron el secuestro de los 43 asesinados. Abarca Velázquez ya está
en prisión preventiva.
México, la gran nación iberoamericana por extensión y población (cerca de 120 millones de habitantes,
la mayor nación de hispanohablantes del Mundo, seguida por Estados
Unidos), lleva demasiado tiempo supeditada a unos “mayordomos de los
ricos”, a unos “administradores de los negocios de la burguesía” en el
poder político que, desde hace tiempo, administran también los negocios
de esa Gran Burguesía ilegal y alegal (en ocasiones “legal”, debido a los negocios legales de blanqueo de dinero que toda mafia tiene) que son los narcos. En su magnífico libro de 2013 “Delincuencia, finanzas y crimen organizado“, el sociólogo marxista español Armando Fernández Steinko junto con otros autores llega a la conclusión de que las mafias nacionales e internacionales (existe una “mafia española” de la que muchos no quieren ni oír hablar) son en realidad empresas.
Con la salvedad de que no tienen ayuda legal del Estado para financiar
sus negocios, si definimos las empresas como instituciones circulares de
ciclo ampliado, los negocios del crimen organizado lo son.
Los mayores negocios empresariales ilegales y alegales del Mundo son el tráfico de personas
(existen en el Mundo actualmente más de 30 millones de personas
viviendo en régimen de esclavitud, laboral y, sobre todo, sexual), el tráfico de armas y el tráfico de drogas, entre otros. Y el
personal trabajador de dichas empresas, que está a la orden de unos
empresarios dueños de medios de producción, distribución, intercambio,
cambio y consumo de armas, drogas y otros materiales ilegales, ha de
deberse a sus dueños, análogamente de la misma manera en que lo hacen todos los trabajadores de otras empresas: fidelidad, productividad y discreción (no rebelión).
Por eso, siguiendo la analogía, cuando un cártel de la droga mexicano realiza una ejecución
de algún soplón interno, o de alguien que no ha cumplido una tarea
encomendada bien respecto al comercio de la droga, ese alguien es
ejecutado de la manera más ejemplarizante: decapitado o descuartizado. No se trata más que de un despido de un trabajador, pero sin posibilidad de volver a vender su fuerza de trabajo tras el despido. Como se afirma en la ‘NDrangheta italiana, una de las mafias más poderosas y peligrosas del Mundo, en la mafia se entra con sangre (pactos de sangre) y se sale con sangre. Es decir, se sale muerto o no se sale jamás.
Estos narcos compran policías (no hay nada que más ayude a la corrupción de las fuerzas y cuerpos de seguridad de un Estado que cobrar sueldos muy bajos), militares, empresarios, políticos y periodistas,
además de otros profesionales y gente de a pie. Instauran una ley
marcial apropiándose de un territorio del Estado para su control y regionaliza un terror económico-político
comparable solo al Estado Islámico en Iraq y Siria (con el que se dice
que el narco mexicano tiene contactos), pero sin pretensiones políticas
(salvo que se les vea, en cierto sentido, como anarco-capitalistas). Y, por supuesto, como el Estado Islámico, los
narcos mexicanos tienen el amparo y connivencia de multitud de
instituciones poderosas a nivel regional y nacional en los Estados
Unidos de (Norte) América. Esta perenne inestabilidad y corrupción convierten a México en un Estado fallido
según muchos analistas, donde los momentos de tranquilidad y placidez
vital de la población suelen ser bruscamente interrumpidos por crímenes
como el de los 43 normalistas, que se unen a cientos de miles de
víctimas debido a esta narcoguerra que enfrenta a los trabajadores mexicanos legales contra una narcoburguesía,
grandes dueños de medios de producción, distribución, intercambio,
cambio y consumo, las ramas de las relaciones de producción de toda
sociedad política y que operan en todo mercado que se precie, en este
caso mercados ilegales y alegales de droga, prostitución y armas a
escala mexicana e internacional, sobre todo en la frontera con Estados
Unidos, como bien explica la fantástica película de Robert Rodríguez,
Machete. Una narcoburguesía que tiene a su merced a buena parte de la administración pública mexicana.
Siempre habrá crímenes, siempre habrá delincuentes, y el grado de
organización de estos delincuentes variará y será más compleja según
evolucione el grado de complejidad de toda sociedad política. Pero cuando
el grado de delincuencia y corrupción incide en la descomposición
social de una nación, la única salida digna que queda a esa nación es la
revolución política, que implique la transformación, por emergencia, de
todas las capas y ramas del poder de dicha nación. Cuando esa descomposición implica crimen y una violencia extrema, solo otra violencia extrema, aunque organizada y con el fin último de instaurar la paz y el orden social, puede plantarles cara.
México necesita una clásica revolución violenta para poder asegurar la
paz, la paz de los vencedores revolucionarios frente a la narcoburguesía
y sus legales pero inmorales aliados políticos y empresariales. México
necesita una vanguardia militante disciplinada y organizada que pueda
ejecutar sin miramientos y sin despeinarse apenas a los narcoburgueses
más militantes, incluso buscando a aliados traidores a sus filas.
Y si, como toda revolución política seria, esta necesita expandirse
fuera, quizás no quede más remedio que plantar cara a los Estados Unidos
de (Norte) América en esta necesaria vacuna contra un veneno casi
incurable como es el crimen organizado a escala masiva. Amparándose
en los trabajadores hispanos de Estados Unidos y en organizaciones
supranacionales como el ALBA, la UNASUR y el MERCOSUR, México puede
convertirse en la avanzadilla política revolucionaria de toda
Iberoamérica. Pero para poder hacerlo, el grado de violencia
política organizada, disciplinada y regulativa de una necesaria paz
posterior que México necesita, aún siendo corta en su quehacer temporal
debido a la búsqueda de dicha paz, ha de ser mayor incluso que la
desatada por la narcoburguesía, aún siendo selectiva. México
necesitaría su toma de la Bastilla, su terror, quizás su termidor y su
18 brumario napoleónico. Solo así podrá ser posible la paz, la paz de la
revolución victoriosa, más definitiva que la realizada en 1910 y más exitosa que la realizada en 1968.
En conclusión, México necesita una revolución para instaurar
la paz frente a la narcoburguesía porque, por internacionalismo
iberoamericano, el resto de sus hermanos socialistas, comunistas y
populistas en otras naciones les necesitan de su lado para cruzar todas
las trincheras fronterizas de guerra que se mantienen con el Imperio
Estadounidense. Pues no puede entenderse el férreo control fronterizo estadounidense frente a la “migra”
sin todo lo que está pasando de Río Grande para abajo en materia de
delincuencia, finanzas y crimen organizado. Solo ampliando las fronteras
políticas de dicha revolución violenta frente a esos controles se puede
acabar con el narcotráfico, ya que como diría Sartana Rivera, el
personaje de Jessica Alba en la citada “Machete”, “nos quieren imponer una frontera, pero la frontera somos nosotros“.
Fuente: http://www.larepublica.es/2014/11/por-que-mexico-necesita-una-revolucion/