Ángel Ferrero
Marxismo Crítico
Sobre grandes intelectuales pesan en ocasiones grandes e injustos
silencios. Mientras las modas intelectuales vienen y van, las
reflexiones de éstos soportan mucho mejor el paso del tiempo y siempre
terminan de un modo u otro regresando para iluminar los problemas
político-filosóficos de nuestros tiempos. Wolfgang Harich (Königsberg,
1923 – Berlín, 1995) pertenece sin duda a esa categoría de
intelectuales. Hasta hace sólo unas décadas la situación era, sin
embargo, muy diferente. La traducción al castellano de sus libros Crítica a la impaciencia revolucionaria y Comunismo sin crecimiento tuvieron una considerable difusión en España entre la izquierda y varios escritos suyos fueron traducidos por revistas como Materiales , mientras tanto , El Viejo Topo y La Calle. ¿Quién era Wolfgang Harich? ¿Y por qué importa su obra?
Intento de una biografía
La vida de Wolfgang Harich fue en extremo azarosa. El propio Harich tituló sus memorias Ahnenpaß. Versuch einer Autobiographie
, “intento de una autobiografía” porque nunca logró terminarla.
Comenzada en 1972 en colaboración con la periodista Marlies Menge, el
desacuerdo entre biógrafo y biografiado dio al traste con la
colaboración y Harich prosiguió en solitario con la redacción del texto,
que finaliza en el decisivo año de 1956.
Wolfgang Harich nació
en 1923 en Königsberg, Prusia oriental (hoy Kaliningrado, exclave
ruso), en el seno de una familia burguesa de inclinación
socialdemócrata. Su padre, Walther Harich, era un conocido escritor e
historiador de la literatura, responsable de la edición de las obras
completas de E.T.A. Hoffmann. Durante el período de entreguerras, las
simpatías de la familia Harich estaban del lado la República de Weimar y
en contra del nazismo, pero como muchos alemanes que no pudieron
exiliarse, hubieron de contemporizar con la llegada del nuevo régimen.
El joven Harich fue movilizado en 1941, el mismo año en que comienza la
invasión a la Unión Soviética, pero por problemas de salud su
incorporación a filas se retrasó hasta 1942. Gracias a sus
contactos con la embajada japonesa en Berlín –en la que impartía clases
privadas de alemán a sus funcionarios– y su habilidad para simular
ataques de ciática, Harich se libró en varias ocasiones de ir al frente
oriental y pasó todo el conflicto en hospitales militares en Berlín y
Brandeburgo. En 1943, ya miembro del grupo de resistencia antifascista
ERNST, Harich intentó desertar de la Wehrmacht , pero fue
descubierto por la policía. Tras un juicio exprés de diez minutos,
Harich fue condenado a prisión, cumpliendo su condena desde octubre de
1943 hasta enero de 1944 en la cárcel de Torgau, donde durante semanas
fue alimentado solamente a base de pan y agua. Las malas condiciones del
encarcelamiento le llevaron a sufrir una angina de pecho que
arrastraría durante el resto de su vida.
Tras la llegada de las
tropas soviéticas a Berlín y el fin de la guerra, Wolfgang Harich
trabajó como crítico literario y teatral en el Kurier de Berlín occidental (1945-46), en la zona de ocupación francesa, y en el Täglichen Rundschau (1946-1950) en Berlín oriental, así como en el quincenal Neue Welt
, editado por las autoridades soviéticas, alcanzando la celebridad
gracias a una inusual combinación de penetración analítica y lo que
Manuel Sacristán llamó “salidas e impertinencias mundanas” –se dice que
el filósofo llegó a declararse a la actriz Hannelore Schroth con la
fórmula “vivo sólo para Stalin y para ti”– que se convertiría en su
marca de fábrica.
En 1946 Wolfgang Harich se afilió al Partido
Comunista de Alemania (KPD), lentamente comienza a apartarse de la
crítica cultural y a trabajar como profesor de filosofía. Harich, un
marxista sólido y poco ortodoxo, se considera a sí mismo discípulo a la
vez del metafísico Nicolai Hartmann –a cuyas lecciones atendió en
Berlín– y del marxista György Lukács. Como miembro del Comité de
Redacción del Deutschen Zeitschrift für Philosophie (1952-1956)
–donde coincidió con Ernst Bloch–, Harich luchó contra los postulados
del marxismo vulgar y por rehabilitar la lógica formal en la Academia de
las Ciencias de la República Democrática Alemana (RDA). Compaginó estas
tareas con su trabajo como lector en la editorial Aufbau, donde se
ocupó de reeditar las obras completas de Lessing, Herder, Goethe,
Schiller, E.T.A. Hoffmann, Heine y otros. Las autoridades soviéticas se
percataron rápidamente de su capacidad intelectual y le confiaron la
tarea de devolver a la normalidad la vida cultural en el Berlín oriental
de la inmediata posguerra. En ese cometido Harich fue uno de los
responsables de convencer a las autoridades de la RDA de la importancia
de que Brecht regresase a Berlín, y particularmente a Berlín Este, a
pesar de que entonces los responsables de cultura, que favorecían las
teorías de Stanislavsky en consonancia con la línea soviética,
consideraban que Brecht tenía “teorías formalistas y decadentes”.
Una “vía alemana al socialismo”
En junio de 1953, mientras se produce el alzamiento en Berlín Este,
Wolfgang Harich se encuentra internado en un hospital por motivos de
salud. Lo ocurrido le inquieta, pero como muchos otros comunistas
alemanes, ve motivos legítimos en la insurrección de los trabajadores de
la construcción. Por esa razón comienza a contemplar la posibilidad de
poner en obra en Alemania un “titoísmo tolerado y promocionado por la
URSS”, una idea que trata de quitarle de la cabeza Bertolt Brecht, cuya
relación comienza a deteriorarse y queda finalmente rota después de que
el dramaturgo sedujese a la esposa de Harich, la actriz Isot Kilian, de
la que acabó divorciándose en 1955.
Harich encontró apoyo a su
idea entre sus colegas de la editorial Aufbau y especialmente en su
editor jefe, Walter Janka. Janka, veterano de la guerra civil española
(en la que combatió en el ejército republicano), llegó a ser visto por
Harich como un posible sustituto al presidente del Consejo de Estado de
la RDA, Walter Ulbricht. El plan del grupo Harich-Janka, al que
siguiendo el léxico togliattiano llamaron una “vía alemana al
socialismo” –para toda Alemania, no sólo para la RDA–, abogaba por
alejarse del modelo socialista soviético y aproximarse al yugoslavo, con
el establecimiento de sindicatos libres y empresas autogestionadas,
para hacer así atractiva la RDA a los trabajadores de Alemania
occidental y favorecer una rápida reunificación. La esperanza de Harich
era que en las elecciones generales de 1957 un SED –el Partido
Socialista Unificado de Alemania, resultado de la fusión entre el KPD y
el SPD en Alemania oriental– reformado obtuviese una mayoría electoral,
formase coalición de gobierno con los socialdemócratas y proclamase una
Alemania reunificada socialista y neutral. El acercamiento entre la
Unión Soviética y Yugoslavia en 1955, con la visita de Nikita Jruschov a
Belgrado, y el impacto del informe secreto del XX Congreso del PCUS en
1956, donde Jruschov reveló algunos de los crímenes del estalinismo, así
como la subida en Polonia de Wladislaw Gomulka –un antiguo
represaliado–, animaron a Harich a llevar adelante su idea, y
comunicársela al embajador ruso, quien, temiendo que un intento de
reforma en Alemania oriental acabase desestabilizando el entonces frágil
equilibrio en el campo socialista, alertó a las autoridades
germano-orientales, que detuvieron a Harich y al resto del grupo. El
propio Harich recuerda en sus memorias que la situación internacional
hacía muy difícil una operación como la que plantearon, con la
insurrección húngara –en la que el club Petöfi, del que formaba parte
Lukács, y muy similar en objetivos al grupo Harich-Janka, jugó un papel
destacado– o la crisis del Canal de Suez. Además, Berlín Este tenía
todavía una frontera abierta a Occidente que complicaba las cosas. El
riesgo de conflagración era grande.
Janka fue condenado por un
tribunal a cinco años de prisión en Bautzen y liberado en 1960 gracias a
una amnistía general; se le impidió regresar a la edición, aunque
consiguió un puesto como dramaturgo en la DEFA, la compañía
cinematográfica estatal. Harich fue condenado a diez años de prisión, la
mayor parte de los cuales en una celda de aislamiento en una cárcel de
los servicios de seguridad del Interior en Berlín oriental. Un año antes
de su excarcelación, en 1964, un inspector de la Stasi le advirtió muy
seriamente de que su carrera filosófica estaba oficialmente acabada:
Harich había sido inhabilitado por las autoridades por un período de 25
años y no podría volver a impartir clases en la universidad. “Pero usted
es germanista, piense en hacer otra cosa”, añadió. “Políticamente
estaba muerto”, escribe Harich en sus memorias. “Hice todo lo posible
por intentar continuar donde pude: en la edición de Feuerbach, en mi
trabajo de investigación sobre Jean Paul, en el intento de lucha contra
los sinsentidos del neoanarquismo, en el intento de encontrar una
síntesis entre el comunismo científico y las advertencias del Club de
Roma, en mi lucha contra el renacimiento de Nietzsche.”
Cuando
la inhabilitación de Harich estaba a punto de concluir, cayó el Muro de
Berlín. Entonces Janka publicó un libro acusando a Harich de haber
colaborado con la fiscalía de la RDA. La cosa acabó en litigio y con
Harich en la cárcel por unos días, convirtiéndolo, así, en una de las
pocas personas –sino la única– que conoció las cárceles de la Alemania
nazi, la Alemania oriental y la Alemania reunificada.
Harich contra la “nueva” izquierda
Crítica a la impaciencia revolucionaria
(1969), uno de los pocos libros de Harich publicados en castellano, es
una crítica demoledora de lo que Harich denominó como “neoanarquismo”,
epitomado en Linksradikalismus [ El radicalismo izquierdista
], el libro de los hermanos Cohn-Bendit, quienes participaron como es
sabido de manera destacada en los desórdenes estudiantiles en París y la
huelga general de seis semanas de duración durante la primavera de 1968
en Francia.
En su prólogo al libro, Antoni Domènech –que
también fue su traductor– señala que “Harich quiere influir en la nueva
izquierda cautivada por el neoanarquismo recordándole, por lo pronto, la
escasa “novedad” de muchas de sus consignas y formas de lucha;
poniéndola ante la evidencia de que está reanudando –sin apenas
consciencia de ello– la vieja y venerable tradición anarquista
finisecular. […] La Crítica de la impaciencia revolucionaria , a
diferencia de otros “ajustes de cuentas” marxistas con el anarquismo, no
busca primordialmente hostigarlo por el flanco de su concepción
normativa del Estado. Harich se cuida muy bien de resaltar que en este
punto no hay diferencias de principio entre marxistas y anarquistas. […]
Tampoco las diferencias de “ritmo” en punto a la abolición del poder
político le parecen esenciales, sino derivadas.”
Lo que Harich
achaca al neoanarquismo es sobre todo su pensamiento desiderativo, “este
opio para socialistas que, mientras pesa como plomo en sus miembros,
les engaña con la ilusión de una enorme aceleración del proceso
histórico y, sobre todo, de una gigantesca efectividad de la propia
acción”, en otras palabras, la impaciencia revolucionaria, la que quiere
revolucionar “ simultáneamente, de golpe, todos y cada uno de
los ámbitos de la sociedad, simplemente porque en todos ellos se
aprecian los efectos de la explotación, de la opresión y de la
manipulación.” Ésa es la razón, según Harich, “de que el anarquismo
antropoligice de tan buen grado, ésa es la razón de su falta de interés
por los análisis económicos.” Según el autor, ello conduce en última
instancia a que “el anarquismo se enfrente a los problemas políticos más
serios con una confusión y una desorientación desconcertantes, mientras
que, por otra parte, desarrolle una curiosa predilección por dedicarse
fanáticamente a revolucionar aspectos de la vida a tal punto
irrelevantes políticamente”.
Por ejemplo, la estética. En un
paso que no podemos sino reproducir en toda su integridad, para que el
lector pueda así apreciar los conocimientos en la historia del
movimiento obrero y la mordacidad del autor, el neoanarquismo, dice
Harich, “reproduce la manía de todos los viejos movimientos radicales
de malinterpretar la revolución como un asunto de estilo de vida y de
aspecto externo. Y cuenta de buen grado al vestido y a la moda de
peluquería entre las instituciones a “desestabilizar”, sin sospechar que
la historia ha superado hace ya tiempo tales chiquillerías: Bebel,
Mehring, Lenin, Trotsky, Liebknecht padre y Liebknecht hijo, todos ellos
se vistieron como ciudadanos normales y corrientes de su tiempo;
Plejánov hasta se arreglaba como un grand seigneur ; cuando iba a
una asamblea obrera, Rosa Luxemburg se ponía su más elegante sombrero
de plumas de avestruz, y Clara Zetkin reservaba para esas ocasiones su
mejor vestido de seda. Si quiere retrocederse más en el tiempo, piénsese
que ya el más grande y consecuente de los sans-culottes no era nada sans-culotte
en lo que a asuntos de moda respeta: ni siquiera en el año del Terror,
en 1793, dejó Maximilien Robespierre de llevar su trenza y su chorrera
de puntillas, y no porque diera especial valor a esos atributos de
caballero rococó, sino, al revés, porque le traían tan sin cuidado que
ni siquiera se le ocurrió prescindir de ellos. Como corresponde a un
revolucionario, Robespierre tenía cosas más importantes que hacer:
llevar a los enemigos del pueblo a la guillotina, por ejemplo.”
Sin embargo, tras revertirse la tendencia en los setenta, con la
llegada de “los años de plomo” y el auge de un marxismo autoritario de
ascendencia maoísta en Europa occidental (del que formaba parte una dura
e injusta crítica hacia los anarquistas), Harich añadió un epílogo a su
libro, pidiendo “que no se tomen a la ligera a los compañeros
anarquistas, para que no se olvide su sobresaliente contribución como
pioneros de la presente radicalización de la juventud y de la
intelectualidad y, muy particularmente, para que no cometan nunca
el error de tomarlos por enemigos del movimiento revolucionario a causa
de las abstrusas ideas que profesan y de las actividades objetivamente
dañinas que practican.”
La Crítica a la impaciencia revolucionaria
fue, como quedó dicho, escrito como una respuesta a los hermanos
Cohn-Bendit. Tras recordar el apoyo de Piotr Kropotkin al gobierno de
Kerensky, escribe Harich: “Parece increíble, pero es verdad. Si cosas de
este género han podido ocurrir, nadie puede garantizar que el
apoliticismo de nuestros actuales antiautoritarios no se acabará
rompiendo algún día con alguna toma de partido igualmente chocante en
favor de una política reaccionaria y chovinista al servicio de una
guerra imperialista.” Piénsese por un momento no solamente en el destino
político y filosófico de tantos representantes del 68 francés y alemán,
sino en el del propio Daniel Cohn-Bendit, mástil de proa de aquellas
protestas, hoy acomodado eurodiputado de Los Verdes en Bruselas y uno de
los más firmes partidarios de “las intervenciones humanitarias” desde
la agresión de la OTAN a Yugoslavia en 1999.
¿Hacia un comunismo homeostático?
En 1972 apareció Los límites del crecimiento
, un informe de 17 investigadores del MIT hecho por encargo del Club de
Roma, una organización no gubernamental con sede en Suiza. Los
resultados de este informe alertaron a la opinión pública mundial: el
aumento de la población mundial, la industrialización y el incremento de
la polución consustancial a ella, sumados al elevado consumo de los
recursos naturales estaban amenazando, según los autores, a la
continuidad de la vida humana misma sobre el planeta. De no poner fin a
esta tendencia, la Tierra podría llegar a colapsar a mediados del siglo
XXI. Los límites del crecimiento fue el toque a rebato para el movimiento ecologista moderno.
Wolfgang Harich fue uno de los muchos intelectuales que leyó aquel
informe y quedó impresionado por las advertencias del mismo. Además, la
crisis ecológica obligaba a modificar por completo la teoría marxista,
ya que ponía límites a la abundancia material con la que el marxismo
tradicional había vinculado la libertad comunista y la consiguiente
extinción (o abolición) del Estado. De aquel punto de partida salió ¿Comunismo sin crecimiento? , una larga conversación con Freimut Duve, un socialdemócrata germano-occidental.
La nueva situación trocaba las cosas por completo. Así, según Harich,
“características de la República Democrática Alemana, como del campo
socialista en general, en las que estábamos acostumbrados a ver
desventajas, resultan ser excelencias en cuanto que las medimos con los
criterios de la crisis ecológica.” Y con ello, aseguraba el autor, “mi
creencia en la superioridad de modelo soviético de socialismo se ha
hecho inquebrantable desde que he aprendido a no considerarlo ya desde
el punto de vista de la –por otra parte absoluta– competencia económica
entre el Este y el Oeste, sino a juzgarlo, ante todo, según las
posibilidades que ofrece su estructura para sobreponerse a la crisis
ecológica, para el mantenimiento de la vida en nuestro planeta, para
salvación de la humanidad.” Según el autor, ya entonces era “posible el
paso inmediato al comunismo en el estadio ya alcanzado del desarrollo de
las fuerzas productivas; y, a la vista de la crisis ecológica […]
urgentemente necesario.” Es más, según Harich, sólo un sistema comunista
permitiría combinar medidas de emergencia como la limitación del
consumo y de la población o el racionamiento de productos con el
principio de igualdad. El resultado sería un comunismo sin crecimiento,
homeostático (en equilibrio), que desplaza el acento del componente
libertario al igualitario. En este punto en realidad Harich no se
alejaba de Marx, quien nunca vio en el aumento de la producción un fin
en sí mismo. El horizonte de superación de las relaciones de producción
capitalistas, una vez agotadas sus potencialidades y llegados a los
límites de lo que éstas pueden dar de sí en términos de desarrollo, no
consistia en una abundancia per se (a pesar de la frase del Manifiesto comunista
de que la riqueza brotaría como una fuente). El horizonte
post-capitalista, para Marx, es aquel en el que las necesidades están en
el centro de la producción, y que ésta sirve para suministrar valores
de uso para cubrir las necesidades sociales e individuales en un régimen
basado en la libre asociación de productores.
En este sistema,
Harich proponía “distinguir selectivamente entre las necesidades que
hay que mantener, que cultivar como herencia cultural o hasta que habrá
que despertar o intensificar, y otras necesidades de las que habrá que
desacostumbrar a los hombres, a ser posible mediante reeducación y
persuasión ilustradora, pero también, en caso necesario, mediante
medidas represivas rigurosas, como, por ejemplo, la paralización de
ramas enteras de la producción, acompañada por tratamientos de masas de
desintoxicación ejecutados según la ley.”
Aquí es donde el
realismo de Harich conduce a uno de los rasgos más polémicos de su
programa ecocomunista: el autoritarismo. Pues muchas de estas medidas no
podrían sino aplicarse con coerción por parte de un Estado socialista, y
la grave situación de emergencia ecológica, a tenor del autor, así lo
exige.
El libro de Wolfgang Harich fue ampliamente debatido en
España. Sacristán –quien, como Harich, se interesó vivamente por la
cuestión medioambiental– achacó a ¿ Comunismo sin crecimiento?
tres defectos: “en primer lugar, es inverosímil si se tiene en cuenta la
experiencia histórica, incluida la más reciente, que es la ofrecida por
la aristocracia de los países del llamado “socialismo real”; en segundo
lugar, el despotismo pertenece a la misma cultura del exceso que se
trata de superar; en tercer lugar, es poco probable que un movimiento
comunista luche por semejante objetivo. La conciencia comunista pensará
más que bien que para ese viaje no se necesitaban las alforjas de la
lucha revolucionaria. A la objeción (repetidamente insinuada por Harich)
de que el instinto de conservación se tiene que imponer a la
repugnancia al autoritarismo, se puede oponer al menos la duda acerca de
lo que puede hacer una humanidad ya sin entuasiasmos, defraudada en su
aspiración milenaria de justicia, libertad y comunidad.” Probablemente
las experiencias de planificación estatal y mercado, y de redes
cooperativas como las que existen en el llamado socialismo del siglo XXI
(cuyos defectos no pueden abodarse aquí), con las que Harich no podía
contar hace décadas, le hubieran ofrecido una salida democrática a sus
ideas de fuerte planificación centralizada, del mismo modo que los
avances tecnológicos de estos últimos treinta años facilitarían ese
“transitar hacia el comunismo” del que hablaba en su libro.
Con
todo, conviene insistir en la idea, central en el libro de Harich, de
la imposibilidad de combatir las crisis ecológicas sin una superación
del capitalismo, sin superar las relaciones de producción capitalistas.
Pocas cosas ejemplifican tanto este punto como los Tratados de Kioto por
los que se estableció un sistema de compra-venta de derechos de
contaminación. Medidas como ésta son contrarias a lo que plantea Harich
por dos motivos. Por una parte, porque Harich considera, como todo
marxista, que el mercado no es una institución que pueda repartir
justamente la producción. Sí que sirve para distribucir mercancias y
riqueza, pero de manera totalmente injusta, favoreciendo a los sectores
de población capaces de adquirir más dinero, pues el hecho de que la
distribución esté mediada por el dinero –característica central del
capitalismo– facilita una distribución desigual. Por otra parte, la
aplicación de reformas sin perturbar la dinámica de acumulación del
capital es a medio término estéril. Lo único que se consigue es
dificultar la obtención de rentabilidad d ellas inverisones, y como el
capital vive de éstas, se produce un traslado de la presión al trabajo,
ya sea con aumentos de la explotación o con despidos y cierres de
empresas. El marco capitalista no permite entorpecer la obtención de
beneficios sin que las empresas, sectores industriales o economías
afectadas por las nuevas regulaciones no vena amenazadas su viabilidad.
Por ese motivo, si se realmente se quiere atacar los problemas
medioambientales, conviene ir más allá de una economía cuyo motor se
basa en el beneficio.
Han pasado ya varias décadas desde la publicación de ¿Comunismo sin crecimiento?
Hoy los pronósticos son más sombríos aún si cabe, los partidos verdes,
desprovistos de mordiente social, y el debate, menos presente,
desplazado actualmente por la crisis económica. Pero es insoslayable.
Poco antes de morir ya lo señaló el propio Harich utilizando la metáfora
del “Reloj del Apocalipsis” del Boletín de Científicos Atómicos de la
Universidad de Chicago: “no nos encontramos a cinco minutos de la
medianoche, sino a cinco minutos pasada la medianoche.”
China es la respuesta, pero no recuerdo la pregunta
Las ideas de Wolfgang Harich en ¿Comunismo sin crecimiento?, huelga decirlo, no
sólo no han perdido actualidad, sino que la han ganado, especialmente a
medida que el capitalismo alcanza, lograda ya su máxima expansión
geográfica, sus límites naturales.
En 1991 se desintegró el
campo socialista en Europa oriental. Como consecuencia, el resto de
países socialistas terminó integrándose en mayor o menor grado en el
mercado mundial, adoptando lo que oficialmente se denomina “economía de
mercado orientada al socialismo” (en Vietnam) y “socialismo con
características chinas” (en la República Popular China). Este socialismo
de mercado particular ha tenido sin duda consecuencias positivas para
China, que dejó de encontrarse entre los receptores del Programa Mundial
de Alimentos para figurar entre los donantes, por ejemplo. China ha
desbancado a EE.UU. como primera economía mundial, construido el
ferrocarril más rápido y la central hidroeléctrica más grande del mundo y
enviado una misión tripulada al espacio. Sin embargo, este desarrollo
ha creado a su vez, como es notorio, grandes problemas, particularmente
medioambientales. Por ese motivo, cuando el periodista británico
Jonathan Watts tituló a su libro de investigación When a Billion Chinese Jump (Simon and Schuster, 2010), añadió de inmediato “cómo China puede salvar a la humanidad o destruirla.”
Watts no es un periodista dado a las exageraciones. Por eso la pregunta
–“cómo China puede salvar a la humanidad o destruirla”– es bien real y
urgente. “Para proporcionar a todo el mundo en China el estilo de vida
de Shangái”, escribe, “las fábricas necesitarían producir unos 159
millones de refrigeradores extra, 213 millones de televisores, 233
millones de computadoras, 166 millones de microondas, 260 millones de
aparatos de aire acondicionado y 187 millones de automóviles. Las
plantas de energía tendrían que duplicar su producción. La demanda de
materias primas y combustible agravaría la carga sobre el medio ambiente
y la seguridad en el mundo.” Todo eso en cuanto al “estilo de vida de
Shangái”. Con el estilo de vida occidental –que muchos chinos asumen
como el normal en todo Occidente debido a la presión de la cultura de
masas occidental, sobre todo anglo-estadounidense– las proyecciones
resultan más preocupantes. El consumo de leche y carne de vacuno, por
ejemplo, aumenta en China. Para criar a una vaca se requiere cuatro
veces el grano necesario para criar a una gallina, y para alimentar a su
ganado, China ha de importar cantidades crecientes de soja de Brasil,
lo que ha acelerado la deforestación del Amazonas. Según Watts, que cita
cálculos del Earthwatch Institute, si China consumiese al mismo nivel
que los estadounidenses, “la producción mundial de acero, papel y
automóviles tendría que duplicarse, la extracción de petróleo tendría
que aumentar en 20 millones de barriles diarios, y los mineros tendrían
que extraer 5.000 millones de toneladas de carbón. […] China consumiría
el 80% de la producción cárnica mundial y dos tercios de las cosechas
mundiales de grano.” También aumentaría en correspondencia el volumen de
desperdicios: China podría alcanzar los 400 millones de toneladas de
basura dentro de cinco años, el equivalente a toda la basura mundial de
1997.
¿Cómo pueden los dirigentes chinos mantener su promesa de una “sociedad moderadamente próspera” (xiaokang shei)
para 2020 –ése es el objetivo oficial– para su población y, a la vez,
crear un modelo sostenible de desarrollo? Muchos de sus proyectos más
criticados, como la Presa de las Tres Gargantas, presentaban escasas
alternativas en el contexto actual. A pesar de sus errores de diseño y
el desplazamiento de población, frecuentemente criticados por los medios
occidentales, la única alternativa a la Presa de las Tres Gargantas era
consumir 50 millones de toneladas de carbón anuales. Y con todo, su
construcción ha servido en última instancia para atraer a las industrias
contaminantes en lugar de sustituirlas por otras limpias.
El
motivo último de estos desequilibrios es, en efecto, la integración de
China en la economía mundial. En cuanto a polución, China tiene una
responsabilidad histórica menor que otras naciones, como Estados Unidos o
Reino Unido, que comenzaron a contaminar mucho antes. En relación a su
demografía, su huella de dióxido de carbono sobre el medio ambiente
supone solamente un tercio o una cuarta parte de la de EE.UU. y Europa
respectivamente, y la mayor parte de estas emisiones procede de la
fabricación de productos que más tarde se exportan a los mercados
occidentales. Por eso China no puede cambiar sin cambiar, a su vez, la
economía mundial.
Algo parecido ocurre con la “política de hijo
único”. Su objetivo era controlar el vertiginoso crecimiento de su
población. La otra cara de la moneda son las distorsiones demográficas
que esta política tendrá en el futuro: diez millones de hombres adultos
incapaces de encontrar esposa, millones de personas que tendrán que
soportar con los costes económicos de la generación anterior (dos
padres, cuatro abuelos), etcétera.
El tres veces ganador del
premio Pulitzer, Thomas Friedman, escribió que “la autocracia de un solo
partido tiene ciertamente sus inconvenientes. Pero cuando está dirigida
por un grupo de personas razonablemente ilustradas, como en China hoy,
también puede presentar grandes ventajas.” En su artículo, Friedman se
refería concretamente a la aprobación de determinadas medidas que, aún
siendo necesarias, el electorado de los países industriales no está
dispuesto a aceptar. Ciertamente, el eslogan “consuma menos” es
extremadamente difícil de “vender” a una audiencia, particularmente la
occidental, donde los políticos cortejan periódicamente al electorado
con promesas de unos estándares de vida cada vez más altos, y el
descenso del consumo está vinculado a las crisis y el aumento de la
pobreza. China, evidentemente, carece de ese problema. Las tesis de
Harich merecen por lo tanto ser reconsideradas a la luz de la
consolidación de China como potencia mundial y, a su vez, objeto de
crítica, ya que, debido a que el Partido Comunista Chino (PPCh) carece
de mandato electoral, el crecimiento económico constituye una de sus más
importantes fuentes de legitimación frente a la población.
Tras el estallido de la crisis financiera de 2008, Watts recogió el siguiente chiste en las calles de Beijing:
1949: sólo el socialismo podrá salvar a China.
1979: sólo el capitalismo podrá salvar a China.
1989: sólo China podrá salvar al socialismo.
2009: sólo China podrá salvar al capitalismo.
La pregunta hoy es, ¿podrá China liderar en algún punto del siglo XXI
el cambio hacia un comunismo sin crecimiento y salvar, así, al mundo?
http://marxismocritico.com/2015/03/20/en-el-vigesimo-aniversario-de-la-muerte-de-wolfgang-harich/
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