Nestor Kohan
Filósofo y militante guevarista argentino
Aproximaciones al debate sobre el futuro de América Latina y el
socialismo del siglo XXI desde el marxismo revolucionario
latinoamericano
Nuevos tiempos de luchas y formas aggiornadas de dominación durante la “transición a la democracia” en el cono sur
América Latina vive una nueva época histórica. La lucha de nuestros
pueblos ha impuesto un freno al neoliberalismo. El horizonte político
actual permite someter a discusión las viejas formas represivas que
dejaron como secuela miles y miles de asesinatos, desapariciones,
secuestros, torturas y encarcelamiento de la militancia popular.
A pesar de este nuevo clima político, las viejas clases dominantes
latinoamericanas y su socio mayor, el imperialismo norteamericano, no se
entregan ni se resignan. ¡Ninguna clase dominante se suicida!. Debemos
aprenderlo de una buena vez.
Agotadas las
antiguas formas políticas dictatoriales mediante las cuales el gran
capital —internacional y local— ejerció su dominación y logró remodelar
las sociedades latinoamericanas inaugurando el neoliberalismo a escala
mundial2,
nuestros países asistieron a lo que se denominó, de modo igualmente
apologético e injustificado, “transiciones a la democracia”.
Ya llevamos casi un cuarto de siglo, aproximadamente, de “transición”.
¿No será hora de hacer un balance crítico? ¿Podemos hoy seguir
repitiendo alegremente que las formas republicanas y parlamentarias de
ejercer la dominación social son “transiciones a la democracia”? ¿Hasta
cuando vamos a continuar tragando sin masticar esos relatos académicos
nacidos al calor de las becas de la socialdemocracia alemana y los
inocentes subsidios de las fundaciones norteamericanas?
En
nuestra opinión, y sin ánimo de catequizar ni evangelizar a nadie, la
puesta en funcionamiento de formas y rituales parlamentarios dista
largamente de parecerse aunque sea mínimamente a una democracia
auténtica. Resulta casi ocioso insistir con algo obvio: en muchos de
nuestros países latinoamericanos hoy siguen dominando los mismos
sectores sociales de antaño, los de gruesos billetes y abultadas cuentas
bancarias. Ha mutado la imagen, ha cambiado la puesta en escena, se ha
transformado el discurso, pero no se ha modificado el sistema económico,
social y político de dominación. Incluso se ha perfeccionado3.
Estas nuevas formas de dominación política —principalmente
parlamentarias— nacieron como un producto de la lucha de clases. En
nuestra opinión no fueron un regalo gracioso de su gran majestad, el
mercado y el capital (como sostiene cierta hipótesis que termina
presuponiendo, inconscientemente, la pasividad total del pueblo), pero
lamentablemente tampoco fueron únicamente fruto de la conquista popular y
del “avance democrático de la sociedad civil” que lentamente se va
empoderando de los mecanismos de decisión política marchando hacia un
porvenir luminoso (como presuponen ciertas corrientes que terminan
cediendo al fetichismo parlamentario). En realidad, los regímenes
políticos postdictadura, en Argentina, en Chile, en Brasil, en Uruguay y
en el resto del cono sur latinoamericano, fueron producto de una
compleja y desigual combinación de las luchas populares y de masas —en
cuya estela alcanza su cenit la pueblada argentina de diciembre de 2001—
con la respuesta táctica del imperialismo que necesitaba sacrificar
momentáneamente algún peón militar de la época neolítica y algún
político neoliberal, furibundo e impresentable, para reacomodar los
hilos de la red de dominación, cambiando algo... para que nada cambie.
Con discurso “progre” o sin él, la misión estratégica que el capital
transnacional y sus socias más estrechas, las burguesías locales, le
asignaron a los gobiernos “progresistas” de la región —desde el Frente
Amplio uruguayo y el PJ del argentino Kirchner hasta la concertación de
Bachelet en Chile y el actual PT de Lula— consiste en lograr el retorno a
la “normalidad” del capitalismo latinoamericano. Se trata de resolver
la crisis orgánica reconstruyendo el consenso y la credibilidad de las
instituciones burguesas para garantizar EL ORDEN. Es decir: la
continuidad del capitalismo. Lo que está en juego es la crisis de la
hegemonía burguesa en la región, amenazada por las rebeliones y
puebladas —como las de Argentina o Bolivia— y su eventual recuperación.
Desde nuestra perspectiva, y a pesar de algunas esperanzas populares,
la manipulación de las banderas sociales, el bastardeo de los símbolos
de izquierda y la resignificación de las identidades progresistas tienen
actualmente como finalidad frenar la rebeldía y encauzar
institucionalmente la indisciplina social. Mediante este mecanismo de aggiornamiento
supuestamente “progre” las burguesías del cono sur latinoamericano
intentan recomponer su hegemonía política. Se pretende volver a
legitimar las instituciones del sistema capitalista, fuertemente
devaluadas y desprestigiadas por una crisis de representación política
que hacía años no vivía nuestro continente. Los equipos técnicos y
políticos de las clases dominantes locales y el imperialismo se
esfuerzan de este modo, sumamente sutil e inteligente, en continuar
aislando a la revolución cubana (a la que se saluda, pero... como algo
exótico y caribeño), conjurar el ejemplo insolente de la Venezuela
bolivariana (a la que se sonríe pero... siempre desde lejos), seguir
demonizando a la insurgencia colombiana y congelar de raíz el proceso
abierto en Bolivia.
La disputa por el Che Guevara en el siglo XXI
En ese singular contexto político, donde la lucha entre la hegemonía reciclada y aggiornada
del capital y la contrahegemonía del campo popular tensan hasta el
límite la cuerda del conflicto social, emerge, una vez más, la figura
del Che Guevara. Viejo fantasma burlón y rebelde. A pesar de haber sido
tantas veces repudiado, bastardeado y despreciado, hoy asoma nuevamente
su sonrisa irónica por entre los escudos policiales, los carros
blindados de la fuerzas antimotines y las movilizaciones de protesta
popular. Cada reaparición del Che se produce en medio de una feroz disputa.
Durante la década del ’80, luego de las masacres capitalistas y los
genocidios militares, en la mayoría de los países capitalistas
dependientes de América Latina el Che retornó como astilla molesta en la
garganta de los relatos académicos que por todo el continente
predicaban —dólares y becas mediante— el supuesto y nunca cumplido
“tránsito a la democracia”. En esos años, también en América Latina pero
ahora dentro de Cuba, Fidel Castro apeló al Che Guevara como bandera y
antídoto frente al mercado perestroiko y a l a adaptación procapitalista
que impulsaban los soviéticos. En los discursos de Fidel, durante esos
años, el Che volvía como partidario de la planificación socialista y
teórico marxista del período de transición al socialismo.
Más
tarde, en plena década del ’90, tras la caída del muro de Berlín y la
URSS en Europa del Este, en América latina Guevara volvía a asomar su
boina inclinada y su barba raleada. Por entonces el Che retornaba como
bandera ética y sinónimo de rebeldía cultural. Su imagen servía para
contrapesar la antiutopía mercantil, privatizadora y represiva que se
legitimaba con el señuelo del supuesto ocaso de los “grandes relatos
ideológicos” y el pretendido agotamiento de las “grandes narrativas de
la historia”. Frente al auge triunfalista del neoliberalismo más salvaje
y la brutal absolutización del mercado, la apelación guevarista del
hombre nuevo y la ética de la solidaridad se transformaron entonces en
una muralla moral.
Hoy, ya comenzado el siglo XXI, aquella
“transición a la democracia” de los ’80 y aquel neoliberalismo furioso
de los ’90 han entrado en crisis. Guevara, en cambio, sigue presente y
continúa atrayendo la atención de la juventud más inquieta, noble,
sincera y rebelde.
Sin embargo, en nuestra opinión, ya no
resulta pertinente apelar al Che como antídoto frente a una perestroika
actualmente inexistente (como sucedió en los ’80) ni tampoco reducir el
guevarismo a una reivindicación puramente ético-cultural (como predominó
en los ’90). Ambas opciones, aunque justas y necesarias en aquellas
décadas, hoy nos parecen demasiado limitadas, moderadas y tímidas.
Superado ya el impasse
que provocó en el pensamiento revolucionario mundial la caída del muro
de Berlín, hoy necesitamos volver a discutir y a rescatar el pensamiento del Che Guevara y el guevarismo como proyecto político, al mismo tiempo que destacamos sus otras dimensiones (ética, filosófica y crítica de la economía política).
Se trata de recuperar el legado político que Guevara deja pendiente a
las juventudes del siglo XXI y la necesidad urgente de reinstalarlo en
la agenda de los movimientos sociales y las organizaciones políticas
actuales. Comenzar a realizar esa tarea implica asumir un complejo
desafío que consiste en conjurar numerosos equívocos que se han ido
tejiendo en medio de la feroz disputa por su herencia.
En
nuestra opinión, si hubiera que sintetizarlo en una formulación apretada
y condensada, como proyecto político (no sólo
ético-filosófico-cultural) el guevarismo constituye la actualización del
leninismo contemporáneo descifrado desde las particulares coordenadas
de América Latina. Esto es: una lectura revolucionaria del marxismo que
recupera, en clave antiimperialista y anticapitalista al mismo tiempo,
la confrontación por el poder y la lucha radical contra todas las formas
de dominación social (las antiguas o tradicionales y también las formas
de dominación aggiornadas o recicladas).
Discutiendo algunos equívocos
Esa recuperación actual del leninismo y de las vertientes más radicales
del marxismo que el Che Guevara defendió en su vida política y en su
obra teórica, solo podrá realizarse si abandonamos el pesado lastre de
equívocos, caricaturas y tergiversaciones que se han ido pegoteando
hasta empastar cualquier mínimo ejercicio de pensamiento crítico en
nuestras filas.
En primer lugar, deberemos dejar resueltamente
de lado la curiosa y malintencionada homologación que han construido los
partidarios del posmodernismo entre marxismo revolucionario y estatismo
(¿?).
En los relatos académicos nacidos al calor de la derrota
europea del ’68, que han proliferado como maleza por toda América
Latina desde la década del ’80, el marxismo revolucionario terminaría
siendo una variante más de “autoritarismo” estatista, donde bajo el
manto pétreo del verticalismo estatal (posterior a la toma
revolucionaria del poder) se produciría una asfixiante uniformidad de
los movimientos sociales y las subjetividades populares.
¡Nada más lejos del ambicioso proyecto político guevarista que, siguiendo las enseñanzas de El Estado y la revolución
de Lenin, siempre ha planteado la creación de poder popular y la
continuidad ininterrumpida de la revolución socialista contra toda
cristalización burocrática del aparato estatal!
Resultan hoy
demasiado conocidas las polémicas que Fidel y el Che desarrollaron a
inicios de los años ’60, desde el poder revolucionario mismo, contra
diversas tendencias burocráticas que pretendían congelar la revolución,
reducirla a un solo país y aprisionarla en los pasillos ministeriales. A
tal punto llegó aquella polémica que los viejos stalinistas (y toda la
prensa burguesa de occidente) terminó acusando a Fidel y al Che de
pretender “exportar la revolución” por todo el mundo.
Cuatro
décadas después, aquel ímpetu antiburocrático (en lo “interno”) e
internacionalista militante (en lo “externo”) que Guevara desarrolló
sigue siendo una prueba irrefutable de que el marxismo revolucionario de
ningún modo implica reducir nuestro ambicioso proyecto político a la
inserción en un triste ministerio de estado. ¡Ni antes de tomar el poder
(como sugieren aquellas corrientes proclives a la cooptación estatal,
hoy fascinadas con Kirchner, Lula, Tabaré Vázquez o Bachelet) ni después
de tomar el poder (como pretendieron algunas corrientes stalinistas)!
El proyecto político guevarista no nace de una galera, sino de una caracterización histórica de la sociedad latinoamericana
A
pesar de las caricaturas que en diversas biografías mercantiles se han
dibujado sobre Guevara —donde, por ejemplo, el Che elige ir a combatir a
Bolivia por algún deseo místico de encontrarse con la muerte o descree
de las “burguesías nacionales” por algún oscuro resentimiento familiar—,
la perspectiva política del guevarismo se sustenta en una determinada
línea de análisis de nuestras sociedades. Tanto las tácticas como las
estrategias, los aliados posibles como las vías privilegiadas de lucha,
derivan de un análisis político pero también de una caracterización
histórica de las formaciones sociales latinoamericanas.
Desde
los años del Che hasta hoy, la acumulación de conocimiento social
realizado en América latina a partir del ángulo del marxismo
revolucionario ha sido enorme. Que en las academias oficiales rara vez
se incursione en esas investigaciones no implica que no hayan existido.
Que los papers por encargo y la literatura difundida por las ONGs
desprecien las categorías pergeñadas por el arsenal marxista, no
legitima desconocer u olvidar que hace ya largos años historiadores
formados en esta corriente pusieron en entredicho la tesis del supuesto y
fantasmagórico “feudalismo” continental, base del subdesarrollo y del
atraso latinoamericanos. Tesis que intentó fundamentar la revolución por
etapas, la oposición a la revolución socialista y fundamentalmente el
rechazo del guevarismo como opción política radical.
A
diferencia de aquella tesis, la conquista de América, realizada con la
espada y con la cruz, fue una gigantesca y genocida empresa capitalista
que contribuyó a conformar un sistema mundial de dominación de todo el
orbe. No nos olvidemos que Marx, en El Capital, sostenía que: “ El
descubrimiento de las comarcas de oro y plata en América, el
exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población
aborigen, la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la
transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de
pieles-negras [esclavos negros], caracterizan los albores de la era de producción capitalista” (El Capital, Tomo I, Vol. I., capítulo 24).
En la América colonial posterior a la conquista de las diversas
culturas de los pueblos originarios y a la destrucción de los imperios
comunales-tributarios de los incas y aztecas, se conformó un tipo de
sociedad que articulaba y empalmaba en forma desigual y combinada
relaciones sociales precapitalistas (las comunales que lograron
sobrevivir a 1492, las serviles y las esclavistas) con una inserción
típicamente capitalista en el mercado mundial. Las relaciones sociales
eran distintas entre sí, pero estaban combinadas y unas predominaban
sobre otras. El nacimiento del capitalismo como sistema mundial siguió,
pues, derroteros distintos en las diversas regiones del planeta. A pesar
de lo que se enseña en las escuelas oficiales de nuestros países, nunca
hubo un desarrollo lineal, homogéneo y evolutivo.
En Europa
occidental el nacimiento del capitalismo estuvo precedido por el
feudalismo y, antes, por la esclavitud y la comunidad primitiva. En
vastas zonas de Asia y África, ese tránsito siguió una vía diversa: de
la comunidad primitiva al modo de producción asiático y de allí al
feudalismo o también de la comunidad primitiva al modo de producción
asiático y de allí al capitalismo. La esclavitud —típica en Grecia o
Roma antiguas— no fue universal como tampoco lo fue el feudalismo.
En
nuestra América, se pasó de las sociedades comunales-tributarias a una
sociedad híbrida, inserta de manera dependiente en el mercado mundial
capitalista (subordinada a su lógica) y basada en un desarrollo desigual
y combinado de relaciones sociales precapitalistas y capitalistas,
tanto en la agricultura y en la minería como en la manufacturas.
La
característica central que se deriva de esta inserción latinoamericana
en el mercado del sistema mundial capitalista ha sido y continúa siendo
la dependencia, la superexplotación de nuestros pueblos y el carácter
lumpen, raquítico, impotente y subordinado de las burguesías locales
(mal llamadas “nacionales” pues, aunque hablan nuestros mismos idiomas y
tienen nuestras costumbres, carecen de una perspectiva emancipadora
para el conjunto de nuestras naciones).
De allí que las luchas
por la independencia de nuestros países asuman, necesariamente, un
horizonte político que combina al mismo tiempo —sin separarlas
artificialmente pues están íntimamente entrelazadas— tareas
antiimperialistas, o de liberación nacional, con tareas anticapitalistas
y socialistas. Ese tipo de perspectiva política no corresponde a un
delirio mesiánico de Ernesto Che Guevara ni a la marginalidad alocada de
las corrientes que se inspiran en el guevarismo. Responde a la historia
profunda de nuestro continente, a la conformación de su estructura
capitalista dependiente, al carácter irremediablemente subordinado y
lumpen de sus clases dominantes criollas.
En los escritos y
discursos de Guevara sobre esta caracterización de las formaciones
sociales latinoamericanas encontramos una llamativa similitud con las
apreciaciones de José Carlos Mariátegui (formuladas cuatro décadas antes
que el Che). Tanto en Mariátegui como en el Che aparece también la
mención a las supervivencias “feudales” de las sociedades de nuestra
América (es más que probable que con la categoría de “feudales” el
peruano y el argentino hicieran referencia a relaciones de tipo
presalariales o “precapitalistas”); pero en ambos casos se subraya
inmediatamente que esa supervivencia, derivada de la conquista española y
portuguesa, convive en forma articulada —no yuxtapuesta— con la
dependencia del mercado mundial, que termina imprimiéndole al conjunto
social latinoamericano una subordinación al capitalismo como sistema
global. Por lo tanto, el corolario político que Mariátegui y el Che
Guevara infieren de ese análisis afirma que la revolución pendiente en
nuestra América no puede ser “burguesa-antifeudal”, sino socialista.
No casualmente Mariátegui sostiene que: “ La misma palabra Revolución,
en esta América de las pequeñas revoluciones, se presta bastante al
equívoco. Tenemos que reivindicarla rigurosa e intransigentemente.
Tenemos que restituirle su sentido estricto y cabal. La revolución
latinoamericana, será nada más y nada menos que una etapa, una fase de
la revolución mundial. Será simple y puramente, la revolución
socialista. A esta palabra, agregad, según los casos, todos los
adjetivos que queráis: “antiimperialista”, “agrarista”,
“nacionalista-revolucionaria”. El socialismo los supone, los antecede,
los abarca a todos” (Editorial de la revista Amauta, 1928).
En la misma estela de pensamiento político, Guevara afirma: “ Por
otra parte las burguesías autóctonas han perdido toda su capacidad de
oposición al imperialismo -si alguna vez la tuvieron- y sólo forman su
furgón de cola. No hay más cambios que hacer; o revolución socialista o
caricatura de revolución” (Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental”, 1967).
El presupuesto que sustentaba esa conclusión política era una
caracterización sociológica, económica e histórica de la impotencia de
las “burguesías nacionales”.
Por ejemplo, en su artículo “Táctica y estrategia de la revolución latinoamericana” el Che argumenta que: “América
es la plaza de armas del imperialismo norteamericano, no hay fuerzas
económicas en el mundo capaces de tutelar las luchas que las burguesías
nacionales entablaron con el imperialismo norteamericano, y por lo tanto
estas fuerzas, relativamente mucho más débiles que en otras regiones, claudican y pactan con el imperialismo [...] Lo determinante en este momento es que el frente imperialismo-burguesía criolla es consistente”.
En otro de sus escritos, el prólogo al libro El partido marxista leninista (donde se recopilaban, entre otros, escritos de Fidel), Guevara continúa con el mismo argumento: “Y
ya en América al menos, es prácticamente imposible hablar de
movimientos de liberación dirigidos por la burguesía. La revolución
cubana ha polarizado fuerzas; frente al dilema pueblo o imperialismo,
las débiles burguesías nacionales eligen al imperialismo y traicionan
definitivamente a su país”.
No otra era la perspectiva de Fidel cuando afirmaba que : “ Hay
tesis que tienen 40 años de edad; la famosa tesis acerca del papel de
las burguesías nacionales. Cuánto papel, cuánta frase, cuanta
palabrería, en espera de una burguesía liberal, progresista,
antiimperialista. [...] La esencia de la cuestión está en si se
le va a hacer creer a las masas que el movimiento revolucionario, que el
socialismo, va a llegar al poder sin lucha, pacíficamente. ¡Y eso es
una mentira!” (discurso de clausura de la Organización
Latinoamericana de Solidaridad-OLAS del 10/8/1967). En la declaración
final de evento, se formulan veinte tesis en defensa de “la lucha
armada y la violencia revolucionaria, expresión más alta de la lucha del
pueblo, la posibilidad más concreta de derrotar al imperialismo”. Las tesis sostienen que: “las
llamadas burguesías nacionales de América Latina tienen una debilidad
orgánica, están entrelazadas con los terratenientes (con quienes forman
la oligarquía) y los ejércitos profesionales, son incapaces y tienen una
impotencia absoluta para enfrentar al imperialismo e independizar a
nuestros países [...] La insurrección armada es el verdadero camino de la segunda guerra de independencia” (Declaración general de la OLAS, agosto de 1967).
Cuatro décadas después de aquellos análisis, en tiempos de violenta
mundialización capitalista... ¿las burguesías nativas de nuestra América
han logrado un grado mayor de independencia y autonomía? La respuesta,
para quien no reciba euros o dólares de aquellas instituciones
destinadas a comprar conciencias y cerebros, resulta más que obvia.
¿Qué sentido realista, pragmático y realizable tienen hoy, en el siglo
XXI globalizado, los proyectos de “capitalismo andino”, “capitalismo
nacional”, “capitalismo a la uruguaya”, “capitalismo ético” y otras
ensoñaciones ilusorias que pululan por el cono sur latinoamericano,
extraídas del ropero ideológico de las viejas clases dominantes,
recientemente maquilladas, perfumadas, aggiornadas y recicladas?
Desde el proyecto político guevarista creemos que ninguna de esas
formulaciones retóricas —pues de eso se trata, de pura retórica, de mera
puesta en escena, de simples piruetas discursivas destinadas al
marketing electoral— tiene sustento real, posible ni realista. Sirven,
quizás, para ganar votos en una elección. Pero no constituyen un
proyecto serio de emancipación nacional y continental. Guevara continúa
teniendo razón: o revolución socialista o caricatura de revolución.
La revolución como proceso prolongado e ininterrumpido
En la concepción política guevarista la revolución no constituye un
espasmo repentino ni la irrupción de un rayo en el cielo despejado de un
mediodía de verano. Tampoco un golpe de mano ni un cuartelazo militar.
La revolución, para el Che, sólo se puede realizar como un proceso y a
través de la lucha de masas, prolongada y a largo plazo. El Che en muy
claro con las ilusiones espontaneístas que sueñan con un motín popular,
por lo general urbano, que con palos y piedras logre, en una sola tarde,
cambiar todo el orden social de raíz. En su opinión: “ “ Y los combates no serán meras luchas callejeras de piedras contra gases lacrimógenos, ni
de huelgas generales pacíficas; ni será la lucha de un pueblo
enfurecido que destruya en dos o tres días el andamiaje represivo de las
oligarquías gobernantes; será una lucha larga, cruenta” (Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental”, 1967).
La
revolución comienza antes de la toma del poder, con la creación de
poder popular y zonas liberadas, se prolonga, a través de la destrucción
del poder estatal, en el derrocamiento de todo el andamiaje
institucional de la vieja sociedad y más tarde se extiende en la
creación de nuevas formas de relaciones sociales y nuevas instituciones
que deben dar cuenta del cambio radical ocurrido en el orden social. Del
viejo orden no se pasa al abismo sino, en los términos de la revista
del joven Gramsci, al “orden nuevo”. La revolución no se delimita
entonces al día preciso en que las autoridades políticas de la vieja
sociedad y el antiguo régimen de dominación abandonan el país o son
apresadas por las fuerzas revolucionarias. No, lejos de esa visión de la
épica hollywoodense, la revolución abarca un proceso social y temporal
de muchos años.
Concebir a la revolución como un
proceso a largo plazo, donde se combinan diversas formas de lucha
—predominando las formas extrainstitucionales por sobre las
institucionales, dado el carácter históricamente represivo de los
regímenes políticos latinoamericanos— implica desmontar al mismo tiempo
la leyenda del foquismo, simplificación atribuida al guevarismo político
que todavía hoy sigue señalándose como espantapájaros contra el
pensamiento marxista radical.
El espantapájaros del foquismo (y la caricatura de Debray)
¿Quién es Régis Debray? Debray era un joven estudiante francés,
discípulo del filósofo Louis Althusser. Visitó América Latina y escribió
después un artículo muy largo, en la célebre revista de Jean-Paul
Sartre Les Temps Modernes. Lo tituló: “El Castrismo: la larga
marcha de América Latina”. Este artículo les gustó mucho a los cubanos.
Lo invitaron a Cuba, y ahí, en la isla, Debray escribe un texto que
pretende ser algo así como la “síntesis teórica” de la revolución
cubana. En realidad era una versión manualizada, codificada y
simplificada hasta el extremo. Un texto que hoy en día se utiliza para
criticar a la revolución cubana y para denostar todo lo que
políticamente esté asociado al Che Guevara (Hemos intentado desarrollar
la crítica al foquismo en nuestro ensayo “¿Foquismo? A propósito de
Mario Roberto Santucho y el pensamiento político de la tradición
guevarista”, incluido en nuestro Ernesto Che Guevara: El sujeto y el poder. Buenos Aires, Nuestra América, 2005).
El libro de Debray se titula: ¿Revolución en la Revolución?. Allí
realiza una versión totalmente parcial y unilateral de la revolución
cubana. Sostiene, entre otras cosas, que en Cuba no hubo casi lucha
urbana, que solamente se desarrolló la lucha rural, que la ciudad era
burguesa mientras que la montaña era proletaria y que, por lo tanto, la
revolución surge de un foco, de un pequeño núcleo aislado. Así, de este
modo, Debray hace la canonización y la codificación de la revolución
cubana en una receta muy esquemática que se conoce como “la teoría del
foco”. Esta versión de Debray sobre la revolución cubana suele ser
utilizada en nuestros días para ridiculizar y fustigar la teoría
política del guevarismo... aún cuando el mismo Debray ya no tiene nada
que ver con esta tradición, pues pasó a las filas de la socialdemocracia
—en el mejor de los casos y siendo indulgentes con él... –.
No
es mentira que la temática del “foco” está presente en los escritos del
Che pero de una manera muy diferente a la receta simplificada que
construye Debray. Nosotros creemos que en el Che los términos “foco” y
“catalizador” —con los que el Che hace referencia a la lucha
político-militar de la guerrilla—, tienen un origen metafórico
proveniente de la medicina (la profesión juvenil del Che). El “foco”
remite al... foco infeccioso que se expande en un cuerpo humano. El
“catalizador”, en la química, es el nombre de un cuerpo capaz de motivar
un cambio, la transformación catalítica.
Pero, más allá del
origen metafórico de ambos términos, resulta innegable para quien no
tenga anteojeras ni escriba por encargo de ONGs o fundaciones
norteamericanas que en el pensamiento político de Guevara la concepción
de la guerrilla está siempre vinculada a la lucha de masas. Concretamente, el Che sostiene que: “Es importante destacar que la lucha guerrillera es una lucha de masas, es una lucha del pueblo [...] Su gran fuerza radica en la masa de la población” (Ernesto Che Guevara: La guerra de guerrillas, 1960). Más tarde, el Che vuelve a insistir con este planteo cuando reitera: “La guerra de guerrillas es una guerra del pueblo, es una lucha de masas” (Ernesto Che Guevara: “La guerra de guerrillas: un método”, artículo publicado en Cuba Socialista, septiembre de 1963).
Guevara no se detiene allí. Prolongando y comentando el libro del
general Giap (célebre estratega vietnamita que derrocó a Japón, Francia y
Estados Unidos) Guerra del pueblo, ejército del pueblo, el Che destaca una y otra vez un elemento fundamental para la victoria del pueblo vietnamita: “las grandes experiencias del partido en la dirección de la lucha armada y la organización de las fuerzas armadas revolucionarias [...] Nos narra también el compañero Vo Nguyen Giap, la estrecha relación que existe entre el partido y el ejército, cómo, en esta lucha, el ejército no es sino una parte del partido dirigente de la lucha”.
De este modo, a diferencia de Debray, el Che le otorga un lugar central
a la lucha política, de la cual la lucha armada no es sino su
prolongación sobre otro terreno. Allí, siempre comentando a Giap,
Guevara vuelve a insistir, casi con obsesividad, en que: “La lucha de
masas fue utilizada durante todo el transcurso de la guerra por el
partido vietnamita. Fue utilizada, en primer lugar, porque la guerra de guerrillas no es sino una expresión de la lucha de masas y no se puede pensar en ella cuando está aislada de su medio natural, que es el pueblo”.
¿De qué modo Debray pudo eludir este tipo de razonamientos centrales y
determinantes del pensamiento político del Che? Pues construyendo un
relato de la revolución cubana donde desaparecen, como por arte de
magia, las tradiciones políticas previas y toda la lucha política
anterior de Fidel Castro y sus compañeros.
Si se vuelven a leer
los textos “foquistas” de Debray cuarenta años después, el lector no
encontrará, inexplicablemente, ninguna referencia a la historia política
cubana anterior ni a la lucha política previa, que derivan en el inicio
de la lucha armada contra Batista. Pareciera que para Debray,
observador europeo proveniente del PC francés, recién llegado a América
latina —en aquella época fascinado con Cuba y las guerrillas, luego con
la socialdemocracia y hoy vaya uno a saber con qué— la invasión del
Granma y el Ejército Rebelde nacen ex nihilo, no como fruto de la
radicalización política de un sector juvenil proveniente del
nacionalismo radical y antimperialista latinoamericano y de la propia
historia política cubana (Para una reconstrucción de la historia previa
de la revolución cubana y de toda la experiencia que Fidel y el
Movimiento 26 de julio extraen de sus maestros Guiteras, Mella, Roa y
otros, véase nuestro libro Fidel para principiantes. Buenos Aires, Longseller, 2006)
Además, cuando Debray pretende esquematizar y teorizar la lucha
revolucionaria cubana defendiendo a rajatabla la tesis de “la
inexistencia del partido” tiene en mente y está pensando en la ausencia,
dentro de la primera dirección guerrillera, del viejo Partido
Socialista Popular (el antiguo PC cubano, símil del PC francés en el que
se formó Debray). Un lector actual de los escritos de Debray no puede
dejar de preguntarse: ¿pero acaso el Movimiento 26 de julio —quien
impulsaba y dirigía la lucha armada en Cuba— no constituía un partido?
¿Acaso Fidel Castro y los asaltantes del Moncada no provenían de la
lucha política previa que se nutría del antimperialismo radical?
Para Debray las advertencias del Che sobre las luchas de masas y la
relevancia de la organización política eran sólo... detalles
insignificantes. No les dio ninguna importancia. Por eso construyó una
visión caricaturesca de la lucha armada que, lamentable y trágicamente,
fue posteriormente atribuida —post mortem— al Che y al guevarismo...
Según recuerda Pombo [Harry Villegas Tamayo], compañero del Che en Cuba, Congo y Bolivia, al Che Guevara no le gustó ¿Revolución en la Revolución?
de Debray. Lo leyó cuando estaba en Bolivia (pues se publicó en 1967) y
le hizo verbalmente comentarios críticos a su autor. No hay registros
de que el Che haya volcado esos comentarios críticos en sus libretas de
apuntes de Bolivia.
Aún cuando nunca sepamos qué le criticó
puntualmente Guevara al intelectual francés, ya en aquella época dos
militantes cubanos salieron públicamente a criticar la caricatura
“foquista” de Debray ( Simón Torres y Julio Aronde [posiblemente dos
seudónimos de colaboradores del comandante Manuel Piñeiro Losada, alias
“Barbarroja”]: “Debray y la experiencia cubana”. En Monthly Review
N° 55, año V, octubre de 1968. pp.1-21 .). Estos dos compañeros cubanos
le critican abiertamente a Debray —¡no ahora, en el siglo XXI, sino en
1968!— el haber simplificado la revolución cubana, el haberla convertido
en una simple teoría del “foco” y el no haber visto en ella que junto a
la guerrilla, en las ciudades luchaba la juventud, el movimiento
obrero, el movimiento estudiantil, etc. En suma, le cuestionaban, en
particular, el total desconocimiento de la lucha urbana y, en general,
la total subestimación de la lucha política, base de sustentación de
toda confrontación político militar. Esta es la principal crítica a la
teoría del “foco” realizada en aquella época por los propios cubanos
(para revisar la crítica que otros guevaristas le hicieron a la teoría
“foquista” de Debray, puede consultarse el mencionado ensayo “¿Foquismo?
A propósito de Mario Roberto Santucho y el pensamiento político de la
tradición guevarista”, así como también los documentos fundacionales del
ERP en Argentina, compilados por Daniel De Santis en varias ediciones.
Esas compilaciones pueden consultarse gratuitamente en el sitio web de
la «Cátedra Che Guevara – Colectivo Amauta»: amauta.lahaine.org).
La política, la lucha de clases y la confrontación político-militar
Las posiciones políticas que asume Ernesto Che Guevara en sus
reflexiones sobre Cuba, Vietnam, las enseñanzas de Giap y la lucha
antiimperialista del tercer mundo se nutren de toda la tradición previa
del marxismo, que a su vez proviene de pensadores clásicos como
Clausewitz y Maquiavelo.
Recordemos que, a principios del siglo XVI, en El príncipe y en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio,
el teórico florentino Nicolás Maquiavelo sostiene que para unificar
Italia como una nación moderna, había que derrotar el predominio de Roma
–El Vaticano– y también terminar con la proliferación de bandas armadas
locales, los célebres condottieri [combatientes mercenarios].
Maquiavelo propone la formación de una fuerza militar republicana
completamente subordinada al príncipe, es decir, al poder político. ¡Es la política, según Maquiavelo, la que ejerce su dirección sobre lo militar y no al revés!.
Más tarde, a inicios del siglo XIX, el teórico prusiano Karl von
Clausewitz vuelve a prolongar aquel pensamiento defendiendo que “la guerra es la continuación de la política por otros medios” (en su libro De la guerra).
Un siglo después, a comienzos del siglo XX, durante la primera guerra
mundial (más precisamente entre 1915 y 1916), mientras estudia la Ciencia de la Lógica de Hegel en su exilio suizo, Lenin lee y anota detenidamente la obra De la guerra
de K.v.Clausewitz. En plena confrontación mundial (entre
estados-naciones), luego transformada en guerra civil interna (entre
clases sociales), Lenin recalca una y otra vez las enseñanzas de
Clausewitz acerca de la guerra entendida como continuidad de la política
y el predominio de esta última sobre aquella.
El principal
líder de la revolución bolchevique no es el único marxista en
incursionar en esta materia. Antonio Gramsci, en sus Cuadernos de la cárcel, redacta en los albores de la década de 1930 el texto “Análisis de situación y relaciones de fuerza”.
Allí el pensador italiano sostiene que la lucha político-militar y la
guerra constituyen un momento superior de las relaciones de fuerzas
políticas, que enfrentan en una situación revolucionaria a las clases y
fuerzas sociales.
Exactamente lo mismo podría
plantearse acerca del pensamiento de Mao Tse Tung, León Trotsky, Ho Chi
Minh, Vo Nguyen Giap y, desde luego, Fidel y el Che.
Por lo
tanto, en toda esta extendida tradición de pensamiento político, que se
remonta a la herencia republicana de Maquiavelo y, pasando por el tamiz
de la reflexión de Clausewitz, es adoptada luego por los clásicos del
marxismo, la confrontación político-militar es la prolongación de la lucha política, ¡no al revés!.
A pesar de las caricaturas mercantiles que se han dibujado con
intenciones de frivolización, ese es el corazón en el que se sustenta el
proyecto político guevarista latinoamericano.
De
manera análoga podría recorrerse el extenso itinerario del pensamiento
político y militar de nuestras guerras de independencia y liberación
latinoamericanas. Desde San Martín, Bolívar y Artigas hasta José Martí,
Emiliano Zapata, Augusto César Sandino y Farabundo Martí, entre
muchísimos otros y otras.
Después de años y años de
propaganda burguesa y del intento de demonización y satanización de
todo este pensamiento político, resulta imperioso volver a insistir en
esta problemática.
Niveles de lucha en la relación de fuerzas entre las clases sociales
En el ya mencionado pasaje de los Cuadernos de la cárcel,
Antonio Gramsci, sintetizando las elaboraciones de Lenin acerca del
significado de una “situación revolucionaria”, expone lo que considera
las características básicas de una situación política. En el mencionado
pasaje, dicho sea de paso, se adelante como mínimo cuarenta años al
análisis de Michel Foucault, a quien muchas veces se atribuye el haber
descubierto que “el poder no es una cosa, sino relaciones”. Con
cuatro décadas de anticipación, Gramsci también plantea que la política y
el poder son relaciones, pero no relaciones en general, indeterminadas
(en las cuales no importaría quien ejerce el poder sino cómo lo
ejerce), sino relaciones específicas y determinadas de fuerza entre las
clases sociales. Para Gramsci y para el marxismo sí importa quién ejerce el poder, además de cómo lo ejerce.
Este análisis de Gramsci resulta sumamente útil para pensar las categorías centrales del libro El Capital
de Marx. Si el valor, el dinero y el capital no son cosas, sino
relaciones (de producción), pues entonces son también relaciones de
fuerza entre las clases… Gramsci nos proporciona en ese pasaje de los Cuadernos de la cárcel, la pista para comprender todo El Capital
de Marx en clave política, superando la vieja dicotomía economista que
dividía a la sociedad entre una esfera estructural (donde residiría la
economía) y una esfera superestructural (donde se ubicaría la política y
el poder).
¿Qué es el poder, entonces, para la tradición de
pensamiento marxista? El poder es un conjunto de relaciones sociales de
fuerza entre sujetos colectivos contradictoria y antagónicamente
enfrentados, las clases sociales. Ese conjunto de relaciones abarca
diversas esferas, desde la economía hasta la política, la cultura y la
guerra. Al interior de ese conjunto complejo y diversificado de
relaciones, algunas se cristalizan y condensan a lo largo del tiempo en
instituciones. Las instituciones no son más que relaciones sociales
cristalizadas, petrificadas, condensadas a lo largo del tiempo. Todas
las instituciones que articula la sociedad capitalista están atravesadas
por relaciones de poder, pero algunas, en particular, lo hacen en forma
concentrada. No es el mismo poder el que ejerce una maestra en una
escuela que el que ejerce el comando sur del ejército norteamericano. No
todas las relaciones sociales están en el mismo nivel dentro de la
totalidad social, así como tampoco todas las instituciones son
intercambiables en el ejercicio del poder. Algunas instituciones,
pertenecientes al aparato de Estado —policía, ejército, marina, fuerza
aérea, servicios de inteligencia, cárceles, gendarmería, prefectura,
etc.— aglutinan determinados márgenes mayores de concentración de poder
en comparación con otras instituciones. Son aquellas que implementan el
ejercicio (real o potencial) de fuerza material. Otras instituciones las
acompañan y legitiman, son las instituciones que ejercen poder en la
creación de consenso. La hegemonía burguesa constituye precisamente la
articulación de ambas dimensiones, la violencia y el consenso.
Pues bien, dentro de ese armazón categorial de índole marxista acerca
del poder, Antonio Gramsci diferencia tres niveles de confrontación en
la relación de fuerza entre las clases sociales. Un primer nivel
económico-corporativo, un segundo nivel específicamente político (donde
se construye la hegemonía) y un tercer nivel político-militar. Los tres
momentos, aclara el pensador italiano, constituyen partes de un todo
indivisible.
¿En cuál de los tres niveles de análisis se ubica la reflexión política del Che Guevara y su concepción de la revolución?
En nuestra opinión, pensamos que los escritos, intervenciones y
discursos del Che abarcan los tres niveles de análisis aunque ponen
prioritariamente el énfasis en el segundo y en el tercer nivel. Es
decir, en el plano donde se construye la hegemonía socialista (allí
deberían ubicarse todos los escritos del Che sobre la necesidad de
construir el hombre nuevo y la mujer nueva, la batalla por la creación
de la pedagogía del ejemplo y la moral comunista, etc.) y en el terreno
social donde se desarrolla la confrontación político-militar, en tanto
prolongación de la esfera política. De los tres momentos que señala
Gramsci, a la hora de pensar y analizar la revolución como proceso, el
Che teoriza sobre los dos niveles más avanzados de la lucha sin dejar de
señalar las limitaciones —justas pero limitadas al fin de cuentas— de
las luchas puramente económico-corporativas-reivindicativas.
El análisis específicamente político del guevarismo
Para estudiar la historia latinoamericana y el comportamiento de sus clases sociales el Che Guevara plantea en Guerra de guerrillas: un método (1963) que: “Hoy por hoy, se ve en América un estado de equilibrio inestable entre la dictadura oligárquica y la presión popular.
La denominamos con la palabra oligárquica pretendiendo definir la
alianza reaccionaria entre las burguesías de cada país y sus clases de
terratenientes [...] Hay que violentar el equilibrio dictadura oligárquica-presión popular”.
Cabe aclarar que cuando el Che emplea la expresión “dictadura oligárquica”,
como él mismo afirma, no está pensando en una dictadura de los
terratenientes y propietarios agrarios tradicionales a la que habría que
oponer, siguiendo un esquema etapista, una lucha “democrática” o un
“frente nacional” modernizador, incluyendo dentro del mismo no sólo a
los obreros, campesinos, estudiantes y capas medias empobrecidas, sino
también a la denominada “burguesía nacional”. ¡De ningún modo! El Che es
bien claro. Lo que existe en América Latina es una alianza objetiva
entre los terratenientes “tradicionales” y las burguesías
“modernizadoras”. La alternativa no pasa entonces por oponer
artificialmente tradición versus modernidad, terratenientes versus
burguesía industrial, oligarquía versus frente nacional. Su planteo es
muy claro: “No hay más cambios que hacer; o revolución socialista o caricatura de revolución”.
En el pensamiento político del Che, la república parlamentaria, aunque
fruto arrancado a las dictaduras militares como resultado de la lucha y
la presión popular, sigue siendo una forma de dominación burguesa,
incluso cuando se recicle apelando a retórica “progresista” o se
modernice mediante gestos destinados al marketing electoral.
El Che atribuye suma importancia al análisis del equilibrio político
inestable entre ambos polos pendulares (la dictadura oligárquica, basada
en la alianza de terratenientes y burgueses “nacionales”, por un lado, y
la presión popular, por el otro).
En ningún momento Guevara
plantea como alternativa la consigna: “democracia o dictadura” (tan
difundida en el cono sur latinoamericano a comienzos de los años ’80).
La alternativa consiste en continuar bajo dominación burguesa en sus
diferentes formas o la revolución socialista. Por ello, en Guerra de guerrillas: un método, el Che alertaba que: “No
debemos admitir que la palabra democracia, utilizada en forma
apologética para representar la dictadura de las clases explotadoras,
pierda su profundidad de concepto y adquiera el de ciertas libertades
más o menos óptimas dadas al ciudadano. Luchar solamente por
conseguir la restauración de cierta legalidad burguesa sin plantearse,
en cambio, el problema del poder revolucionario, es luchar por retornar a cierto orden dictatorial preestablecido por las clases sociales dominantes:
es, en todo caso, luchar por el establecimiento de unos grilletes que
tengan en su punta una bola menos pesada para el presidiario”.
Hegemonía y autonomía de clase
En
la historia latinoamericana, quienes sólo pusieron el esfuerzo en la
creación y consolidación de la independencia política de clase, muchas
veces quedaron aislados y encerrados en su propia organización.
Generaron grupos aguerridos y combativos, militantes y abnegados, pero
que no pocas veces cayeron en el sectarismo. Una enfermedad recurrente y
endémica por estas tierras. Quienes, en cambio, privilegiaron
exclusivamente la construcción de alianzas políticas e hicieron un
fetiche de la unidad a toda costa, con cualquiera y sin contenido,
soslayando o subestimando la independencia política de clase, terminaron
convirtiéndose en furgón de cola de la burguesía (“nacional”,
“democrática” o como quiera llamársela), cuando no fueron directamente
cooptados por alguna de sus fracciones institucionales y terminaron su
vida como funcionarios mediocres en algún ministerio.
Una de las
grandes enseñanzas políticas del guevarismo latinoamericano consiste en
que hay que combinar ambas tareas. No excluirlas sino articularlas en
forma complementaria y hacerlo, si se nos permite el término —que ha
sido bastardeado y manipulado hasta el límite—, de modo dialéctico. Es
decir, que nuestro mayor desafío consiste en ser lo suficientemente
claros, intransigentes y precisos como para no dejarnos arrastrar por
los distintos proyectos burgueses en danza —sean ultrareaccionarios o
“progresistas”— pero, al mismo tiempo, tener la suficiente elasticidad
de reflejos como para ir quebrando el bloque de poder burgués y sus
alianzas, mientras vamos construyendo nuestro propio espacio autónomo de
poder popular. Y eso no se logra sin construir alianzas
contrahegemónicas con las diversas fracciones de clases explotadas,
oprimidas y marginadas.
Rebeldías múltiples, colores diversos, hegemonía socialista
En el debate latinoamericano, uno de los temas de la agenda política
contemporánea más debatidos es, sin duda, el del sujeto de la
revolución.
El capitalismo dependiente, como sistema de
dominación continental, somete, oprime, explota y margina a múltiples
sujetos sociales. Las evidencias están a la vista para quien no quiera
distraerse.
Ahora bien, de ese amplio, diverso y colorido
abanico multicolor, ¿existe algún sujeto social con capacidad de
convocar y coordinar al conjunto del movimiento popular, aglutinando
todas las rebeldías particulares y llevar la lucha de tod@s hasta las últimas consecuencias?
El Che Guevara consideraba que ese sujeto es la clase trabajadora. En
el caso particular de Cuba, consideraba que la fuerza social, en
términos cuantitativos, más numerosa era el campesinado pobre (base
social del Ejército Rebelde que hace triunfar la revolución). Ahora
bien, ese campesinado, si se hubiera limitado a la simple lucha por su
terruño, hubiera conducido a la revolución a un callejón sin salida para
el conjunto de la sociedad. Eludiendo este falso atajo “campesinista”,
el Che Guevara considera que la revolución cubana —como la de Vietnam,
en situación análoga en términos de clases sociales— pudo triunfar
porque su dirección política tenía una ideología propia de la clase
trabajadora. Esa fue, por ejemplo, una notable diferencia entre la
revolución cubana de 1959 y la revolución mexicana de 1910, que también
derrocó heroicamente al ejército burgués pero no logró, a pesar del
liderazgo insurgente de Villa y Zapata, construir un proyecto
aglutinador para el conjunto de la nación oprimida. El límite del
programa campesino constituye una limitación para reorganizar el
conjunto de la sociedad sobre nuevas bases, superadoras del capitalismo
dependiente. Las grandes masas campesinas pobres de América Latina han
jugado y pueden jugar en el futuro un papel sumamente revolucionario, a
condición de converger en sus rebeldías y construir una alianza con las
clases trabajadoras urbanas.
Esa singular combinación que se dio
en Cuba y en Vietnam (ausente en los escritos de Marx o Engels), donde
una fuerza social de mayoría campesina es conducida a la toma del poder
por un destacamento revolucionario de ideología proletaria, constituye
una de las elaboraciones de Guevara que bien valdría la pena repensar en
el mundo contemporáneo.
Porque hoy en día, en el siglo XXI, en
el campo popular latinoamericano también contamos con numerosos y
diversos sujetos sociales que padecen opresiones y dominaciones. Pero no
todos esos sujetos sociales tienen la misma capacidad de convocar,
aglutinar y coordinar, en una lucha común, una confrontación contra el
conjunto del sistema de dominación, excediendo el límite
“corporativo-reivindicativo” de su lucha parcial.
Desde el
ángulo guevarista, las luchas contra la dominación del capital son
numerosas, variadas y en América Latina asumen tonalidades con un
espectro de amplia gama. Pero cada una por separado, permanece
fragmentada y encerrada en su propio “juego de lenguaje” (como le gusta
decir al posmodernismo). Sin articulación, sin coordinación global, sin
generar espacios comunes ni un proyecto socialista que aglutine a todos y
todas no habrá posibilidad de salir de los lugares tímidos y limitados
en los cuales el sistema de dominación nos recluye. Para salir de ese
lugar prefijado de antemano —donde toda oposición y toda disidencia
terminan siendo fagocitadas, neutralizadas, institucionalizadas o
directamente cooptadas— necesitamos construir hegemonía socialista.
Como creía Mariátegui, como pensaba el Che, como propone el guevarismo
contemporáneo, la revolución socialista constituye el gran proyecto que
puede aglutinarnos a quienes nos proponemos romper radicalmente con las
diversas dominaciones (nacionales, étnicas, de clase, de género,
ecológicas, etc). La clase trabajadora, entendida en sentido amplio,
debe jugar un papel central en esa convocatoria y en la construcción de
ese proyecto socialista plural que aglutine en la creación del poder
popular las más variadas y disímiles rebeldías anti-sistema.
¿Cambiar el mundo sin tomar el poder?
A lo largo de su corta e intensa vida política Ernesto Guevara siempre
destacó en primer plano la cuestión prioritaria del poder para una
transformación radical de la sociedad
En su trabajo “Táctica y estrategia de la revolución latinoamericana” el Che no deja lugar a la ambigüedad: “El
estudio certero de la importancia relativa de cada elemento, es el que
permite la plena utilización por las fuerzas revolucionarias de todos
los hechos y circunstancias encaminadas al gran y definitivo objetivo
estratégico, la toma del poder [subrayado de Guevara]. El
poder es el objetivo estratégico sine qua non de las fuerzas
revolucionarias y todo debe estar supeditado a esta gran consigna”. Pero esa afirmación no queda restringida a escala nacional. Por eso el Che aclara inmediatamente: “La toma del poder es un objetivo mundial de las fuerzas revolucionarias”.
Ese es el primer problema de toda revolución. En tiempos del Che y en nuestra época.
¡Cuánta vigencia y pertinencia tienen hoy sus reflexiones! Sobre todo
cuando en algunas corrientes del movimiento de resistencia mundial
contra la globalización capitalista han calado las erróneas ideas
—difundidas hasta el hartazgo por ONGs, fundaciones y diversas
instituciones rentadas, encargadas de aceitar la hegemonía del sistema—
de que “no debemos plantearnos la toma del poder”. Equívocas
formulaciones y seductores cantos de sirena que vuelven a instalar, con
otro lenguaje, con otra vestimenta, con otras citas prestigiosas de
referencia, la añeja y desgastada estrategia de la “vía pacífica al
socialismo” que tanto dolor y tragedia le costó, entre otros, al hermano
pueblo de Chile. En primer lugar, al entrañable compañero Salvador
Allende, honesto y leal propiciador de aquella estrategia.
Porque
al reflexionar y debatir sobre estos planteos —mayormente nacidos en la
academia parisina luego de la derrota del mayo francés (véase nuestro
ensayo “Desafíos de la teoría crítica frente al posmodernismo” en
amauta.lahaine.org)— jamás debemos olvidar o soslayar el estudio de la
propia historia latinoamericana.
Grave equivocación la de
aquellos intelectuales de origen europeo que llegan a América Latina, se
fascinan con una experiencia política determinada, la simplifican, la
recortan, la absolutizan, la descontextualizan, la separan de la
historia latinoamericana, la convierten en receta universal y luego
recorren diversos países predicando el nuevo evangelio, violentando las
otras realidades para que todas entren, a como dé lugar y sin importar
las especificidades, en el lecho de Procusto de sus esquemas de
pizarrón.
Ese método de pensamiento político, ha sido
recurrente en diversos exponentes de la intelectualidad europea afín a
América Latina —algunos de ellos bienintencionados— o al menos
interesada en el acaecer político de nuestros pueblos. Desde Regis
Debray hasta Heinz Dieterich, pasando por John Holloway hasta llegar a
Toni Negri [el más eurocéntrico de los cuatro].
Si Debray se
fascinó con la Cuba de los ’60, la simplificó al extremo y luego la
transformó en la receta caricaturesca del “foco” militar sin lucha
política, Dieterich4
hizo exactamente lo mismo con la Venezuela bolivariana de Chávez, de
donde extrajo la disparatada doctrina que propone, en cualquier país y
en donde sea, hacer la unidad con los militares de las Fuerzas Armadas
institucionales. A su turno Holloway siguió idéntico derrotero
metodológico con el neozapatismo, para terminar proponiendo a los cuatro
vientos que pretender hacer una revolución para cambiar el mundo y
tomar, en el camino, el poder como medio de derrumbar la vieja sociedad
capitalista e ir construyendo una radicalmente nueva constituye un
absurdo y una ridiculez… Negri coincide con este último análisis,
aunque, quizás por su europeísmo galopante, directamente ni se tomó el
trabajo de los otros tres. Vino directamente a América Latina a predicar
sus recetas (extraídas de la derrota del movimiento extraparlamentario
italiano y de la filosofía universitaria francesa que él adoptó en su
exilio parisino), sin siquiera conocer de primera mano alguna de
nuestras sociedades.
El método implícito y presupuesto por estos
cuatro exponentes intelectuales de ese estilo de reflexión política
resulta fácilmente impugnable. (En otros escritos hemos intentado
cuestionarlo con mayor detenimiento: véase por ejemplo el prólogo a la
edición cubana de nuestro Marx en su (Tercer) mundo. La Habana, Centro Juan Marinello, 2003 o también nuestro libro Toni Negri y los equívocos de «Imperio»,
publicado en Madrid [España], Campo de ideas, 2002 y en Bolsena
[Italia], Massari ed., 2005). De sus distintas teorías, aquí nos
detendremos brevemente en la doctrina posmoderna de la “no toma del
poder”.
Existe un hilo —no rojo, sino más bien amarillo— de
notable continuidad entre: (a) la impugnación política al marxismo
revolucionario y el cuestionamiento filosófico de la tradición
dialéctica realizada por el pensador socialdemócrata Eduard Bernstein,
quien a fines del siglo XIX se oponía a la toma del poder y sugería
expurgar del socialismo toda huella de Hegel (argumentando, exactamente
igual que Toni Negri —quien evidentemente adoptó muchos de sus
argumentos—, que la dialéctica es “estatista”, “conservadora”,
“apologista del statu quo”, etc.); (b) la doctrina soviética
promocionada en la era Kruschev desde Moscú, a partir de 1956, que
promovía la “transición pacífica al socialismo” y el cambio de sociedad
sin guerra civil ni toma del poder (doctrina nacida en paralelo con la
doctrina de la “coexistencia pacífica” con el imperialismo); (c) la
estrategia del “camino pacífico —sin tomar el poder— al socialismo”
experimentada en Chile a partir de 1970; (d) la doctrina eurocomunista
—impulsada por el PCI a partir de su acuerdo con la Democracia
Cristiana— del “compromiso histórico” con el estado burgués y sus
instituciones, motivada por la recepción europeo occidental del fracaso
chileno y el temor a un golpe de estado en Italia (doctrina que luego se
extiende a Francia y a la España de la “transición” tras la muerte de
Francisco Franco); y finalmente (e) la actual renuncia posmoderna a toda
estrategia de poder.
A pesar de los diferentes contextos
históricos y la diversidad de polémicas y debates en los que cada
propuesta se inscribe, entre (a), (b), (c), (d) y (e) hay denominadores
comunes. Las raíces políticas son convergentes y las conclusiones muy
similares. Para quien no tenga anteojeras ni malas intenciones, resulta
sumamente difícil desconocer que la doctrina de “no toma del poder” ni
es nueva, ni acaba de surgir por la globalización ni responde a los
cambios que introdujo internet... Todas esas formas de promocionarla
son, en realidad, subterfugios propagandísticos para presentar en
bandeja nueva una comida ácida, recalentada y ya rancia.
Aunque
en el siglo XXI esa añeja doctrina se muestra y pretende venderse desde
una vidriera teóricamente más atractiva, de modo mucho más pulido y
seductor que los antiguos esquemas socialdemócratas o stalinistas (ahora
aparece cargada incluso de términos libertarios o apelando a la
indeterminación de una genérica “sociedad civil”), el fondo político
sigue enmarañado dentro mismo de las pegajosas redes institucionales del
capital. La conclusión es inequívoca. No se puede saltar el muro
capitalista. No hay manera de confrontar con las instituciones
centralizadas del poder, abrir de una vez por todas la puerta y pasar a
una sociedad radicalmente distinta.
Por eso mismo, volver a
rescatar, continuar y recrear la reflexión política del guevarismo sobre
el problema del poder, realizada no desde un Estado burocrático
envejecido ni desde un cómodo sillón académico universitario, sino desde
una práctica política vivida cotidianamente como apuesta vital por la
revolución socialista latinoamericana, constituye un elemento de
aprendizaje insustituible e imprescindible para las nuevas generaciones
de militantes.
Lenin y la formación política (¡sí, Lenin!)
La
tradición del pensamiento político guevarista se inspira, obviamente,
en Guevara pero no se reduce ni se detiene allí. El Che es el máximo
exponente, pero no el único miembro de esta tradición. En diversos
trabajos hemos intentado rastrear esta concepción analizando la obra
teórica y práctica de diversos exponentes del guevarismo latinoamericano
(véase la primera nota al pie de este ensayo).
De todos esos
aportes focalizaremos la mirada, brevemente, en uno de los principales
integrantes de la familia guevarista latinoamericana: el revolucionario y
poeta salvadoreño Roque Dalton. ¿Por qué Dalton? Pues porque Roque
subraya un eje fundamental y determinante en la polémica contemporánea,
sumamente útil para poder comprender el proyecto político guevarista y
su concepción de la revolución: el nexo Guevara-Lenin.
¡Sí,
Lenin! El más despreciado, vilipendiado, insultado. Uno de los
pensadores marxistas más indomesticables y reacio a cualquier
cooptación.
En su inigualable y hermoso ensayo-collage Un libro rojo para Lenin Roque Dalton nos ofrece nuevamente la fruta prohibida, la piedra filosofal sin la cual no se puede comprender al guevarismo.
Pensando en la formación política de las juventudes guevaristas latinoamericanas, Roque nos sugiere: “Es conveniente leer a Lenin, actividad tan poco común en extensos sectores de revolucionarios contemporáneos”.
Pero su consejo para las nuevas generaciones de militantes no queda
congelado allí. Burlón, incisivo, irónico y mordaz, Dalton pone el dedo
en la llaga. Luego de los relatos posmodernos y de aquellas tristes
ilusiones que pretendían “cambiar el mundo sin tomar el poder”, Roque
nos provoca: “Cuando usted tenga el ejemplo de la primera revolución
socialista hecha por la «vía pacífica», le ruego que me llame por
teléfono. Si no me encuentra en casa, me deja un recado urgente con mi
hijo menor, que para entonces ya sabrá mucho de problemas políticos”.
A contramano de modas académicas y mercantiles, cruzando las fronteras
tanto de la vieja izquierda eurocéntrica como de los equívocos
seudolibertarios y falsamente horizontalistas de las ONGs, la propuesta
guevarista de Roque Dalton acude presurosa a llenar un vacío. Su
relectura de Lenin nos permite responder los interrogantes que a nuestro
paso nos presenta la esfinge. Roque focaliza la mirada crítica y la
reflexión teórica en el problema fundamental del poder, desafío aún
irresuelto por los procesos políticos contemporáneos de nuestra América.
Tras varias décadas de eludir, ocultar o silenciar ese nudo
problemático de todo pensamiento radical, recuperar la perspectiva
guevarista, antiimperialista y anticapitalista, de Roque puede ser de
gran ayuda para someter a crítica las mistificaciones y atajos
reformistas del posmodernismo, disfrazados con jerga aparentemente —sólo
aparentemente— libertaria.
Lenin desde el marxismo latinoamericano
El
poeta salvadoreño se propone, nada menos, que traducir a Lenin a
nuestra lengua política, a nuestra idiosincrasia, a nuestra historia,
insertándolo en lo más rebelde y radical de nuestras tradiciones
revolucionarias: el guevarismo. No es aleatorio que en su reconstrucción
apele a otras experiencias de revoluciones en países del Tercer Mundo:
la atrasada Rusia, la periférica China, Vietnam, Cuba, El Salvador... El
Lenin de Roque se viste de moreno, de indígena, de campesina, de
cristiano revolucionario, de habitante de población, villa miseria,
cantegril y favela, además de obrera y obrero industrial, moderno y
urbano. La suya es una lectura ampliada de Lenin, pensada para que sea
útil ya no exclusivamente en las grandes metrópolis del occidente
europeo-norteamericano sino principalmente en el Tercer Mundo, única
manera de mantenerlo vivo y al alcance de la mano en las rebeliones
actuales de América latina.
Esa perspectiva permite comprender
la dedicatoria del libro que aunque está cargada de afecto y admiración,
implica también una definición política, ya que Roque lo dedica “A Fidel Castro, primer leninista latinoamericano, en el XX aniversario del asalto al Cuartel Moncada, inicio de la actualidad de la revolución en nuestro continente” [subrayado de R.D.].
Esa dedicatoria a Fidel retoma puntualmente la tesis central del libro
de Lukács sobre Lenin [véase nuestro estudio preliminar a G.Lukács: Lenin, la coherencia de su pensamiento. La Habana, Ocean Sur, 2007, también en www.rebelion.org].
Algunos de los problemas prioritarios que Un libro rojo... aborda
tienen que ver con el carácter de la revolución latinoamericana y las
vías (“tránsito pacífico”, confrontación directa, “no tomar el
poder...”, etc). Pero el abanico de problemas pretende ser más extenso.
Che Guevara, Dalton y el leninismo latinoamericano
La
obra de Roque tiene como objetivo fundamental pensar y repensar qué
significa el leninismo para y desde América latina. Si al comienzo de
este trabajo sostuvimos que el guevarismo constituye la expresión
latinoamericana del leninismo, entonces su reflexión merece ser
balanceada y contrastada con otras aproximaciones análogas realizadas en
América Latina.
En primer lugar, con el “leninismo” construido
por Victorio Codovilla y Rodolfo Ghioldi, dos de los principales
exponentes argentinos de la corriente latinoamericana prosoviética.
Estos dos dirigentes comenzaron a ser hegemónicos dentro del Partido
Comunista argentino (PCA) a partir de 1928, cuando ya hacía diez años
que éste se había fundado. Alineados en forma férrea con la vertiente de
Stalin en el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Codovilla y
Ghioldi pasaron a dirigir, de hecho, la sección sudamericana de la
Internacional Comunista (IC). Desde allí combatieron a José Carlos
Mariátegui, difundieron sospechas sobre Julio Antonio Mella y criticaron
duramente a todo el movimiento político-cultural de la Reforma
Universitaria nacido en Córdoba. Cuarenta años más tarde, durante los
años ’60, Codovilla y Ghioldi volvieron a repetir la misma actitud de
aquellos años ’20, rechazando y combatiendo la nueva herejía que emanaba
entonces de las barbas de Cuba. Fueron duros opositores y polemistas
del guevarismo (“duros” no por la agudeza de sus argumentos sino por la
voluntad y el entusiasmo que pusieron en contrarrestar su influencia
política).
Desde ese ángulo, construyeron una pretendida
“ortodoxia” leninista desde la cual persiguieron a cuanto “heterodoxo”
se cruzara por delante. Lenin, en este registro stalinista rudimentario
se convierte en un recetario de fórmulas rígidas, propiciadoras del
“frente popular”, la alianza de clases con la llamada “burguesía
nacional” y la separación de la revolución en rígidas etapas. Además,
desde los años ’50 en adelante, el “leninismo” de Codovilla y Ghioldi se
fue convirtiendo en sinónimo de “tránsito pacífico” al socialismo y
oposición a toda confrontación político-militar y toda lucha armada (a
pesar de que Ghioldi había participado en 1935 en la insurrección
fallida encabezada por Luis Carlos Prestes en Brasil).
Todo el emprendimiento de Roque Dalton en Un libro rojo para Lenin constituye
una crítica frontal y radical, punto por punto, parte por parte, de
esta versión de “leninismo” divulgada y custodiada en nuestras tierras
por Codovilla y Ghioldi.
En segundo lugar, en América Latina el
líder del Partido Comunista uruguayo (PCU) Rodney Arismendi elaboró una
versión más refinada y meditada de “leninismo”. La suya fue una lectura
más sutil y no tan vulgar como la de Codovilla y Ghioldi —lo que le
permitió cierto diálogo con la vertiente guevarista como el mismo Roque
reconoce en su otro libro Revolución en la revolución y la crítica de derecha—,
aunque el dirigente uruguayo compartiera en términos generales el mismo
paradigma político que los dos dirigentes de Argentina. Arismendi
pretendía dibujar una imposible solución intermedia entre las ortodoxias
de los antiguos partidos comunistas prosoviéticos y el guevarismo.
Desde esa óptica intentó dialogar con los Tupamaros uruguayos e incluso
llegó a participar (con una línea divergente) de la conferencia de la
OLAS.
En tercer lugar, y ya bajo la estrella de la Revolución
Cubana, la pedagoga chilena Marta Harnecker intentará una nueva
aproximación a Lenin desde América Latina. Lo hará desde la óptica
política y epistemológica althusseriana, ya que Marta ha sido durante
años una de las principales alumnas y difusoras del pensamiento de Louis
Althusser en idioma castellano y en tierras latinoamericanas. Ese
intento de lectura se cristalizará en la obra La revolución social (Lenin y América Latina), de algún modo deudora de obras previas como Táctica y estrategia; Enemigos, aliados y frente político así como de la más famosa de todas Los conceptos elementales del materialismo histórico. La
obra pedagógica de Harnecker, mucho más apegada a Lenin que los
anteriores intentos etapistas de Codovilla, Ghioldi o Arismendi, tiene
un grado de sistematicidad mucho mayor que la de Roque Dalton. Sin
embargo, por momentos los esquemas construidos por Marta rinden un
tributo desmedido a situaciones de hecho, coyunturales (de todas formas
sin llegar al extremo de Debray, Dieterich, Holloway o Negri). Por eso
sus libros teóricos van de algún modo “acompañando” los procesos
políticos latinoamericanos. Así, perspectivas políticas determinadas se
convierten, por momentos, en “modelos” casi universales: lucha
guerrillera —como en Cuba— en los ’60; lucha institucional y poder local
—como en Brasil y Uruguay— en los ’80 y ’90; procesos de cambios
radicales a través del ejército —como en Venezuela— desde el 2000.
El
libro de Roque, sin duda menos sistemático y con menor cantidad de
referencias y citas bibliográficas de los escritos de Lenin que estos
manuales, posee sin embargo una mayor aproximación al núcleo fundamental
del Lenin pensador de la revolución anticapitalista. La menor
sistematicidad es compensada con una mayor frescura y, probablemente,
con una mayor amplitud de perspectiva de pensamiento político, realizado
desde el guevarismo latinoamericano.
En cuarto lugar, debemos
recordar la operación de desmontaje que desde comienzos de los años ’80
pretendieron realizar los argentinos (por entonces exiliados) Juan
Carlos Portantiero, Ernesto Laclau y José Aricó, entre otros. Toda su
relectura de Gramsci en clave explícita y expresamente antileninista,
constituye un sutil intento de fundamentar su pasaje y conversión de
antiguas posiciones radicalizadas a posiciones moderadas (esta
referencia vale para Portantiero y Aricó, no así para Laclau, quien
nunca militó en la izquierda radical sino en la denominada “izquierda
nacional”, apoyabrazos progresista del populismo peronista).
Concretamente, el ataque a Lenin (acusado de “blanquista”, “jacobino” y
“estatalista”) y la manipulación de Gramsci (resignificado desde el
eurocomunismo italiano y el posmodernismo francés) cumplen en los
ensayos de Portantiero, Aricó y Laclau el atajo directo para legitimar
con bombos y platillos “académicos” su ingreso alegre a la
socialdemocracia, tras la renuncia a toda perspectiva anticapitalista y
anticapitalista. No podían realizar ese tránsito sin ajustar cuentas con
la obra indomesticable de Lenin, hueso duro de roer, incluso para los
académicos más flexibles y más hábiles.
El libro de Roque, pensado desde el guevarismo para discutir con el reformismo y el oportunismo de “la derecha del movimiento comunista latinoamericano”,
está repleto de argumentos que incluso les quedan grandes a las
apologías parlamentaristas y reformistas de estos tres pensadores de la
socialdemocracia.
En quinto lugar, no podemos obviar el ya
mencionado intento de John Holloway y sus seguidores latinoamericanos
por responsabilizar a Lenin de todos los males y vicios habidos y por
haber: sustitucionismo, verticalismo, autoritarismo, estatalismo, etc.,
etc., etc. La “novedad” que inaugura el planteo de Holloway consiste en
que realiza el ataque contra las posiciones radicales que se derivan de
Lenin con puntos de vista reformistas pero..., a diferencia de los
antiguos stalinistas prosoviéticos o de los socialdemócratas, él lo hace
con lenguaje pretendidamente de izquierda. La jerga pretendidamente
libertaria encubre en Holloway un reformismo poco disimulado y una
impotencia política mal digerida o no elaborada (extraída de un esquema
académico demasiado abstracto de la experiencia neozapatista,
caprichosamente despojada de toda perspectiva histórica o de toda
referencia a las luchas campesinas del zapatismo de principios del siglo
XX, que poco o nada interesan a Holloway… en ese sentido bien valdría
la pena consultar la carta que Emiliano Zapata le envía en 1918 al
general Genaro Amezcua donde traza un paralelo entre la revolución
zapatista mexicana y la revolución bolchevique de la Rusia de Lenin…).
Toda la crítica de Roque Dalton golpea contra este tipo de planteos
académicos al estilo de Holloway (o de sus seguidores igualmente
académicos), aunque por vía indirecta, ya que al redactar su polémico collage Roque
pretendía cuestionar posiciones más ingenuas, menos sutiles y, si se
quiere, más transparentes en sus objetivos políticos.
Finalmente, a la hora de parangonar la lectura guevarista de Roque con
otras lecturas latinoamericanas sobre Lenin, nos topamos con el reciente
análisis de Atilio Borón. Este autor acude al ¿Qué hacer?, para analizarlo, interrogarlo y reivindicarlo desde la América Latina contemporánea.
No es casual que, como Roque Dalton, Borón llegue a una conclusión
análoga cuando señala a Fidel Castro como uno de los grandes dirigentes
políticos que han comprendido a fondo a Lenin. Particularmente, hace
referencia a la importancia atribuida por Lenin al debate teórico y a la
conciencia y lo parangona con el lugar privilegiado que ocupa la “batalla de las ideas” en el pensamiento de Fidel.
Después de la rebelión popular argentina de diciembre de 2001, Borón analiza las tesis del ¿Qué hacer? y
las emplea para polemizar con el “espontaneísmo”, sobre todo de John
Holloway, quien de hecho clasifica a Lenin como un vulgar estatista
autoritario. También polemiza con la noción deshilachada y difusa de
“multitud” de Toni Negri, quien cree, erróneamente, que toda
organización partidaria de las clases subalternas termina subordinando
los movimientos sociales bajo el reinado del Estado. Crítico de ambas
interpretaciones —la de Holloway y la de Negri—, Borón sostiene que gran
parte de las revueltas populares de comienzos del siglo XXI han sido “vigorosas pero ineficaces”,
ya que no lograron, como en el caso argentino, instaurar un gobierno
radicalmente distinto a los anteriores ni construir un sujeto político,
anticapitalista y antiimperialista, perdurable en el tiempo.
En
este tipo de lecturas, el leninismo de Borón mantiene una fuerte deuda
con las hipótesis históricas del dirigente comunista uruguayo Arismendi,
a quien cita explícitamente, aunque en el caso del argentino esas
conclusiones a favor de un comunismo democrático estén completamente
despojadas de todo vínculo con el stalinismo.
De la misma forma que el salvadoreño, en su trabajo sobre Lenin el argentino cuestiona “las monumentales estupideces pergeñadas por los ideólogos soviéticos y sus principales divulgadores”.
Si bien Borón y Dalton se esfuerzan por delimitar la reflexión de Lenin
de aquello en lo que derivó posteriormente en stalinismo, depositan sus
miradas en aristas algo disímiles. Por ejemplo, mientras Borón critica
—siguiendo a Marcel Liebman— la “actitud sumamente sectaria” de
Lenin durante el período 1908-1912, Roque defiende aquellos escritos de
Lenin, duros, inflexibles, propiciadores de la clandestinidad, del
“partido obrero de combate” e incluso de la guerrilla. En ese sentido,
el Lenin latinoamericano de Roque Dalton es un guevarista avant la lettre.
Pensar el poder y a los clásicos del marxismo desde América latina
Además del libro de Roque Dalton, pieza arquitectónica inigualable del
acervo histórico del pensamiento político guevarista latinoamericano,
existen otras producciones que bien valdría la pena estudiar hoy en la
formación política de la joven militancia latinoamericana. Entre muchas
otras, estamos pensando en un documento político elaborado al calor del
fuego y no en la mansedumbre tibia de una maestría o un doctorado
académico.
Se trata de un trabajo colectivo,
presentado en 1968 al IV Congreso del Partido Revolucionario de los
Trabajadores (PRT) de Argentina. Este texto tiene como autores a tres
miembros de la organización insurgente, entre los cuales se encuentra
Mario Roberto Santucho, otro de los principales representantes del
guevarismo en nuestras tierras. Resulta más que plausible que la mayoría
de sus ideas principales pertenezcan a Robi Santucho.
El primer capítulo de este folleto, titulado precisamente “El marxismo y
la cuestión del poder”, ubica en el centro de la discusión aquella
cuestión que estuvo ausente en las distintas corrientes de la izquierda
tradicional argentina, por lo menos desde los levantamientos anarquistas
—sangrientamente reprimidos— de principios de siglo. Junto a la
cuestión del poder, allí se analiza el problema de la estrategia
revolucionaria en los clásicos del marxismo, leídos —a diferencia del
abordaje típicamente académico— desde preocupaciones esencialmente
latinoamericanas.
La reflexión se abre con una toma de posición
metodológica. En el análisis del país y su sociedad se debe partir de
la categoría dialéctica más omnicomprensiva: la situación del
capitalismo mundial y la lucha revolucionaria internacional para, a
partir de allí, avanzar hacia el estudio de la relación de fuerzas entre
las clases sociales, tanto a nivel nacional como internacional. Ésa era
la recomendación de Marx en sus borradores de El Capital (los Grundrisse),
cuando afirma que la categoría dialéctica más concreta (porque encierra
en su seno la mayor cantidad de determinaciones) es el mercado mundial.
(Aunque en la exposición lógico dialéctica de Marx esta categoría
resulta el punto de llegada, en toda investigación sobre el capitalismo
debería constituir el punto de partida, ya que el capitalismo conforma
un sistema mundial).
No otra era la posición de Antonio Gramsci, cuando en el N°13 de sus Cuadernos de la cárcel
proponía —siguiendo puntualmente a Lenin— estudiar el análisis de las
situaciones políticas y las relaciones de fuerzas sociales, partiendo de
la situación internacional.
Ese era el punto de
vista del Che Guevara cuando en su “Mensaje a los pueblos del mundo a
través de la Tricontinental” parte de un análisis del capitalismo como
sistema mundial de dominación para, a partir de allí, formular una
estrategia continental y mundial de enfrentamiento con aquel.
Ese mismo problema metodológico reaparecerá posteriormente, en la
Argentina, en la discusión de 1970-1971 entre dos organizaciones que
intentaban inspirarse en el Che: el PRT-ERP y las Fuerzas Armadas
Revolucionarias (FAR). La posición de las FAR, defendida por Carlos
Olmedo, quien seguía al pie de la letra la teoría nacionalista de las
“causas internas” de Rodolfo Puiggrós (éste la había desarrollado en la
Introducción de 1965 a su célebre Historia crítica de los partidos políticos argentinos),
reclamaba comenzar el análisis por la Argentina para luego remontarse
hacia lo internacional. La posición del PRT, que prolongaba el análisis
del Che en su “Mensaje a los pueblos del mundo a través de la
Tricontinental”, proponía una mirada global sobre el conflicto con el
imperialismo. La lucha nacional, país por país, era para el PRT parte de
una batalla mayor, de carácter antimperialista e internacional. De este
modo, el PRT le respondía a Olmedo —cabe aclarar que Santucho mantenía
por Olmedo un gran aprecio personal, según le confiesa en una carta
enviada desde la cárcel a su primera compañera Ana Villarreal— que el
marxismo no es sólo un instrumento metodológico, sino también una
ideología política y una concepción del mundo. En tanto método,
ideología política y concepción del mundo, tiene como meta la revolución
mundial y, por ello, debe analizar el capitalismo como un sistema a una
escala que supere la estrechez reduccionista del discurso
nacional-populista.
Después de sentar posición
metodológica, el documento sobre el marxismo y la cuestión del poder del
IV Congreso del PRT argentino pasa a discutir el problema de la
estrategia político-militar, núcleo de fuego de la izquierda
revolucionaria.
Para hacerlo, recorre la herencia
de los clásicos. Comienza por Marx y sus escritos sobre la lucha de
clases en la Europa urbana del siglo XIX. Principalmente, sobre las
barricadas de París, tanto en 1848 como en 1871. La estrategia de Marx
apostaba a una acción insurreccional de la clase obrera, rápida y
violenta, en las grandes ciudades, teniendo como meta el derrocamiento
del Estado y la toma del poder.
Luego, se analiza la Introducción de Engels de 1895 a Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850.
Introducción que ha sido considerada, habitualmente, como “el
testamento político” de Engels. En ese texto, el compañero de Marx
dejaba sentado que la barricada urbana y la lucha de calles habían
perdido efectividad frente a los avances de la técnica militar y las
reformas urbanísticas (el trazado de las grandes avenidas, por ejemplo,
por donde podía desplazarse rápidamente el ejército).
La socialdemocracia internacional censuró ese documento de Engels. En 1895, G.Liebknecht publicó en el periódico Vorwärts
[Adelante], órgano central del Partido Socialdemócrata alemán, varios
fragmentos entrecortados donde Engels aparecía, según el autor del
documento le confesó a Paul Lafargue en una carta, “como un pacífico
adorador de la legalidad a toda costa”. A pesar de la censura del
partido alemán y de la posterior queja de Engels, los principales
ideólogos de la socialdemocracia adoptaron este texto como caballito de
batalla para insistir con el parlamentarismo. Engels señalaba,
acertadamente, el problema que se abría para el movimiento obrero. Pero
no aportaba una solución. Casi inmediatamente después de escribirlo (y
de quejarse por la censura de la que fue víctima) Engels se muere,
dejando sin respuesta política estratégica al movimiento obrero mundial.
A contramano de la socialdemocracia alemana y de todo el
reformismo que tenía a esta última como faro y luz, en Italia Antonio
Gramsci utilizó ese mismo texto de Engels para pensar la revolución
pasiva en Europa Occidental. El gran cerebro italiano, partiendo del
“testamento” de Engels, intenta desentrañar las modernizaciones “desde
arriba”, desarrolladas en Alemania por Bismarck y en Francia por Luis
Bonaparte. En estas “revoluciones desde arriba”, impulsadas por el
Estado burgués, que cambia algo para que nada cambie, neutralizando de
este modo la rebelión popular, institucionalizando el proceso social y
apropiándose de los reclamos y reivindicaciones “de abajo”, Gramsci
visualiza un problema extremadamente difícil de resolver. Para poder
enfrentar eficazmente y derrotar estas “revoluciones pasivas”, en sus Cuadernos de la cárcel Gramsci
propone cambiar la estrategia revolucionaria de la clase obrera: pasar
de la revolución permanente y la guerra de maniobra a la guerra de
posiciones. Esto para las sociedades capitalistas de Europa occidental.
¿Y en las capitalistas periféricas, que forman parte del Tercer Mundo?
¿Y en las capitalistas coloniales, semicoloniales y dependientes? ¿Y en
las de América Latina? Aunque en sus Cuadernos de la cárcel realiza
algunas breves observaciones sobre la estrategia política de la guerra
de guerrillas en sociedades agrarias y atrasadas (tomando como ejemplo a
los combatientes irregulares balcánicos o los grupos irlandeses, etc),
Gramsci deja abierto el problema e irresueltos sus interrogantes.
El guevarismo de Santucho y sus compañer@s
de lucha parten de este problema central que atraviesa el núcleo
político de la teoría revolucionaria. Al igual que Gramsci, comienzan
por el desafío político que Engels les deja pendiente a los
revolucionarios del siglo XX. De igual modo que el italiano, no se
resignan a dar por sepultado el fin de las revoluciones, para abrazar
alegremente el Parlamento. Pero, como Santucho forma parte del marxismo
latinoamericano, y el terreno social en el que se mueve la corriente
guevarista es el Tercer Mundo, se esfuerza por resolver la incógnita del
viejo Engels desde un ángulo distinto al predominante en Europa
Occidental.
Por eso Santucho y sus compañer@s fijan su atención
en una serie de textos de Lenin, habitualmente desatendidos,
soslayados, u “olvidados” por las distintas corrientes de la izquierda
tradicional. El principal de todos es “La guerra de guerrillas” 5 , un texto que el general vietnamita Giap y el comandante Ernesto Che Guevara conocían de memoria.
En estos textos “malditos”, Lenin afirma que: “La cuestión de las operaciones de guerrillas interesa vivamente a nuestro Partido y a la masa obrera. […] La
lucha de guerrillas es una forma inevitable de lucha en un momento en
que el movimiento de masas ha llegado ya realmente a la insurrección y
en que se producen intervalos más o menos considerables entre «grandes
batallas» de la guerra civil. […] Es completamente natural e
inevitable que la insurrección tome las formas más elevadas y complejas
de una guerra civil prolongada, abarcando a todo el país, es decir, de
una lucha armada entre dos partes del pueblo”. Más adelante, agrega: “La socialdemocracia [Lenin utiliza en esos años –1906— el término “socialdemocracia” para referirse al partido revolucionario. Nota de N.K.] debe,
en la época en que la lucha de clases se exacerba hasta el punto de
convertirse en guerra civil, proponerse no solamente tomar parte en esta guerra civil [subrayado de Lenin],
sino también desempeñar la función dirigente. La socialdemocracia debe
educar y preparar a sus organizaciones de suerte que obren como una parte beligerante [subrayado de Lenin], no dejando pasar ninguna ocasión de asestar un golpe a las fuerzas del adversario”. En el mismo registro, sostiene que: “El
marxista se coloca en el terreno de la lucha de clases y no en el de la
paz social. En ciertas épocas de crisis económicas y políticas agudas,
la lucha de clases, al desenvolverse, se transforma en guerra civil
abierta, es decir en lucha armada entre dos partes del pueblo. En tales
períodos, el marxista está obligado [subrayado de Lenin] a
colocarse en el terreno de la guerra civil. Toda condenación moral de
ésta es completamente inadmisible desde el punto de vista del marxismo.
En una época de guerra civil, el ideal del Partido del proletariado es
el Partido de combate [subrayado y mayúscula de Lenin]”.
Después de recorrer estos pasajes (que constituyen apenas una pequeña
parte de su reflexión sobre este tema), a un lector desprejuiciado le
surgen los siguientes interrogantes: ¿acaso será Lenin un ingenuo
apologista del “foquismo”…? ¿Quizás un guevarista avant la lettre…?
Todos estos papeles y trabajos políticos de Lenin abundan en idénticas
reflexiones. Son duros, contundentes, taxativos. No dan pie para la
ambigüedad. No utilizan el marxismo como un recetario decorativo, sino
como un instrumento de análisis para intervenir en la lucha de clases,
desarrollar la confrontación de fuerzas entre las clases sociales hasta
el nivel máximo, la guerra civil, y en ella, encaminar a los sectores
populares hacia la victoria.
¿Qué conclusión extrajeron Santucho y sus compañer@s
guevaristas de estos trabajos políticos de Lenin? Ellos destacaron que
es el máximo dirigente bolchevique quien le encuentra resolución al
problema abierto y planteado por el último Engels. En la lectura e
interpretación de Santucho, la respuesta de Lenin saca al movimiento
revolucionario del callejón sin salida donde lo había puesto la
socialdemocracia. En su óptica, Lenin tiene la virtud de haber
descubierto las vías para una nueva estrategia política. Ésta permitiría
superar los obstáculos y dificultades, presentados a toda insurrección
urbana rápida, por los avances de las nuevas tecnologías militares
empleadas por las fuerzas represivas de la burguesía y sus nuevas
reformas urbanísticas. Esa nueva estrategia política, descubierta por
Lenin a partir de las enseñanzas de la insurrección de 1905, consiste en
la lucha popular y la guerra civil prolongada, la lucha entre dos
partes del pueblo, la construcción de un partido y un ejército
revolucionarios, templados ambos en las grandes batallas y los pequeños
encuentros.
“ El marxismo y la cuestión del poder” resume su
atenta y detallada lectura sobre estos materiales teóricos del máximo
dirigente bolchevique, leído desde América Latina, del siguiente modo: “Lenin es el descubridor y el propulsor de la guerrilla urbana”.
A continuación, el documento base del IV Congreso hace un balance y un
beneficio de inventario de los aportes de León Trotsky y Mao Tse Tung a
la teoría revolucionaria.
Aunque le reprochan a Trotsky “la ausencia de una clara estrategia de poder” para los países atrasados, “agrarios, coloniales y semicoloniales”, destacan aquellos pasajes del Programa de transición donde Trotsky reclama y promueve “el armamento del proletariado”.
En cuanto a Mao, resaltan su concepción de la “lucha armada permanente dirigida por el partido, la guerra civil prolongada y guerra de guerrillas”.
De igual manera, evalúan que “tanto Mao como los vietnamitas distinguen cuidadosamente, como lo hiciera Lenin, lucha armada de insurrección general”.
En conjunto, Santucho y sus compañeros tratan de romper la dicotomía y
el enfrentamiento habitual de trotskistas y maoístas. Por eso, advierten
que “para nosotros, desde la muerte de Lenin y posterior
consolidación del stalinismo, no hubo una sola corriente que mantuvo
vivas las tradiciones y concepciones marxistas-leninistas, sino dos. No
fue sólo Trotsky y el trotskismo quien conservó y desarrolló el marxismo
revolucionario frente a la degeneración stalinista. […] Similar rol jugó Mao Tse Tung y el maoísmo”.
El balance concluye planteando, heréticamente, que: “Hoy [1968],
la tarea teórica principal de los marxistas revolucionarios, es
fusionar los aportes del trotskismo y el maoísmo en una unidad superior
que significará un retorno pleno al leninismo”.
En la
última parte de esta recorrida histórica por los clásicos, el documento
del PRT se centra en el núcleo duro de su identidad política
latinoamericana: el castrismo-guevarismo. En esta cuestión, Santucho
aclara, presuroso, que “no hacemos distinción alguna entre castrismo y guevarismo, porque la distinción es falsa”.
Santucho intenta sintetizar la estrategia de la revolución cubana. Ésta
no consistía en una visión empírica hecha sobre la marcha sino en una
perspectiva de alcance mundial. Para Santucho, esa estrategia mundial
está resumida en el “Mensaje a los pueblos del mundo a través de la
Tricontinental” del Che. Lo fundamental de dicha estrategia residiría en
“la revolución socialista y antimperialista en los territorios dependientes”.
Una perspectiva que, en aquellos años, emanaba de la OLAS (Organización
Latinoamericana de Solidaridad, reunida en La Habana en 1967). Santucho
aprovecha esta elucidación para recalcar que “el castrismo otorga mayor importancia que el maoísmo a la lucha urbana”.
A eso se agregaría —siempre desde su interpretación del castrismo— la
necesidad de desarrollar una revolución continental a partir de
revoluciones nacionales y regionales, mediante la estrategia de
confrontación político-militar prolongada. Finalmente, destaca que allí
donde no existan fuertes partidos revolucionarios habrá que crearlos
como fuerzas militares desde el comienzo, ligando todo el tiempo la
lucha política y la lucha político-militar.
Después de haber
comenzado con el punto de vista metodológico y de haber ido analizando
las experiencias del pasado, desmenuzando el itinerario de la estrategia
de poder en Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Mao, Ho Chi Minh, Fidel y el
Che Guevara, Santucho y sus compañeros del PRT se abocan al debate
específico sobre la estrategia de poder en la Argentina. Ésa era,
centralmente, la finalidad de este largo recorrido: el análisis concreto
de la realidad concreta.
Su estrategia política de poder
caracteriza a nuestro país como una sociedad capitalista semicolonial y
dependiente. A partir de este diagnóstico sociológico y económico,
infiere que la revolución pendiente debe ser socialista y
antimperialista, al mismo tiempo, entendiendo ambas como tareas y fases
de un proceso permanente e ininterrumpido. El documento concluye
analizando las bases sociales en los que se apoyaba la estrategia de
guerra revolucionaria prolongada: primero civil, al estar determinada
por el enfrentamiento entre dos partes del propio pueblo argentino, y
luego nacional-antimperialista, ante la previsible invasión
norteamericana.
Guevara y la transición al socialismo en clave política
Las reflexiones del guevarismo latinoamericano no se agotan en las
vías, tácticas y estrategias de lucha por el poder. Guevara también
aporta una meditada y detallada reflexión para después de la toma del
poder, ya que la revolución entendida como proceso ininterrumpido,
permanente, prolongado y a largo plazo no sólo no culmina con la toma
del poder (como imaginan los posmodernos que acusan de “estatismo” a los
leninistas de la corriente del Che) sino que se prolonga y se
multiplica tras la toma del poder. La batalla por la nueva sociedad, la
nueva cultura y la nueva subjetividad comienza durante la confrontación
con el mundo burgués y sus instituciones pero no se agota ni se extingue
en esa lucha, sino que prosigue —si es que la revolución no se congela y
no se detiene— después de la toma del poder.
Son bastante
conocidos los estudios del Che sobre los debates marxistas acerca de la
transición al socialismo, el papel del valor, el mercado, el plan, la
banca, el crédito, los estímulos, la gestión de las nuevas empresas,
etc., etc.. Pueden consultarse tanto sus intervenciones en “el gran
debate” con Charles Bettelheim, Ernest Mandel y Carlos Rafael Rodríguez
durante 1963-1964, sus intervenciones periódicas en el Ministerio de
Industrias así como también sus extensísimas anotaciones críticas al
manual de economía política de la Academia de Ciencias de la URSS (véase
Che Guevara y otros: El gran debate. La Habana,, Ocean Press, 2003; Apuntes críticos a la economía política. La Habana, Ocean Press, 2006 y El Che en la revolución cubana. La Habana, Ministerio del azúcar, 1966. Tomo VI.).
Muchas
de esas facetas de su pensamiento hoy son conocidas, aunque durante
demasiado tiempo no se le dieron la importancia que se merecían. Durante
la década de los ’80, Fidel Castro volvió a apelar a ellas para
cuestionar a los partidarios perestroikos del mercado como panacea
universal de la transición. Por entonces, en un célebre discurso de
homenaje, en el XX aniversario de la caída del Che, Fidel defendió
públicamente el libro de Carlos Tablada Perez (véase la última edición de Carlos Tablada Perez: El pensamiento económico del Che.
La Habana, Ruth casa editorial, 2006 [primera edición de 1987].
Nosotros hemos tenido la suerte de prologar las dos últimas ediciones de
este excelente libro).
Ahora bien, más allá del debate
específicamente “económico” sobre la transición al socialismo, ¿cuál es
el aporte político de estos análisis del Che?
En primer lugar,
creemos que el Che aporta una lectura de la marcha política al
socialismo no etapista. En muchos de sus escritos, Guevara insiste en
que se debe forzar la marcha dentro de lo que objetivamente es posible,
pero quienes aspiran a crear un mundo nuevo nunca deben permanecer
cruzados de brazos esperando que el funcionamiento automático de las
leyes económicas —principalmente de la ley del valor— nos conduzca
mágicamente al reino del comunismo.
En segundo lugar, Che Guevara
otorga un lugar principal a la subjetividad y la batalla política por
la cultura en la creación de hombres y mujeres nuevos. El socialismo no
constituye, en su óptica, un problema de reparto económica (ni un
problema de “cuchillo y tenedor”, según le manifestó alguna vez Rosa
Luxemburg en una carta a Franz Mehring). El comunismo debe ser, no sólo
la socialización de los medios de producción sino también la creación de
una nueva cultura y una nueva moral que regule la convivencia entre las
personas.
En tercer lugar, el tránsito al socialismo debe
privilegiar la planificación socialista y los estímulos morales, como
métodos principales dirigidos a debilitar y finalmente aniquilar la ley
del valor y los intereses materiales individuales. La planificación
constituye un instrumento político de regulación económica. Ninguna
revolución radical que se precie de tal puede abandonar al libre juego
de la oferta y la demanda el equilibrio entre la oferta global de bienes
y servicios y la demanda global. Los equilibrios globales entre las
distintas ramas de la producción y el consumo deben respetarse pero
violentando la perversa ley del valor, interviniendo políticamente desde
el poder revolucionario sobre el pretendido funcionamiento “automático”
del mercado.
Políticamente todo este programa de intervención en
el transcurso de la transición al socialismo se asienta en el poder
fuerte de la clase trabajadora —lo que en los libros clásicos del
marxismo solía denominarse como “dictadura del proletariado”—, es decir,
en el poder democrático de la mayoría social de las clases subalternas
por sobre la minoría elitista y explotadora.
Poder superar la
fase de “capitalismo de estado” e iniciar propiamente la transición al
socialismo presupone, necesariamente, romper los límites de la legalidad
burguesa y todo el armazón institucional que garantiza la reproducción
del capitalismo, día a día, mes a mes, año a año.
Sin este poder
fuerte, sin este poder democrático y absoluto de la mayoría popular
sobre la minoría explotadora es completamente inviable cualquier cambio
social radical que vaya más allá de experiencias populistas y de
experimentos de “capitalismo de estado”, por más progresistas o
redistribucionistas que éstos sean frente al neoliberalismo salvaje. La
historia profunda de América Latina está plagada de ejemplos que lo
corroboran (desde la Guatemala de Árbenz hasta el Chile de Pinochet,
pasando por innumerables experiencias progresistas análogas finalmente
frustradas y reprimidas a sangre, tortura y fuego). Esa es la gran
conclusión política que extrae el guevarismo de la historia de nuestra
América. Conclusión que hoy puede servirnos para los debates sobre el
socialismo del siglo XXI en Venezuela y quizás en futuras revoluciones
latinoamericanas....
Razón de estado o revolución continental
Si existe un punto en común en los diversos aportes al pensamiento
revolucionario realizado por el guevarismo latinoamericano (Che Guevara,
Miguel Enríquez, Robi Santucho, Roque Dalton, etc.), éste consiste en
el énfasis otorgado a la revolución continental por sobre cualquier
apelación, supuestamente pragmática o realista, a la “razón de estado”.
No pueden confundirse los compromisos coyunturales, diplomáticos o
comerciales de un estado particular con las necesidades políticas del
movimiento popular latinoamericano en su conjunto.
Los
revolucionarios de cada país pueden muy bien solidarizarse activamente
con otros Estados —donde los trabajadores hayan triunfado o tengan
políticas progresistas— sin tener que seguir al pie de la letra sus
agendas ni subordinar la dinámica que asume la lucha de clases interna y
la batalla antiimperialista en la propia sociedad a los intereses
circunstanciales o a las necesidades inmediatas que puedan tener esos
Estados.
Este punto en común resulta sumamente pertinente para
pensar los desafíos actuales de los movimientos sociales y de todo el
campo popular latinoamericano, profundamente solidario con Cuba y con
Venezuela y al mismo tiempo impulsor de la resistencia antiimperialista y
anticapitalista a nivel continental. La mejor ayuda para la revolución
cubana no consiste en subordinar la lucha en cada país a los “contactos”
diplomáticos de los estados amigos sino en impulsar y promover nuevas
revoluciones en América Latina.
Esta elucidación resulta
impostergable hoy en día, cuando más de uno pretende encubrir su
completa subordinación política a diversos gobiernos burgueses seudo
progresistas y proyectos económicos dependientes, apenas reciclados,
apelando —para legitimarse— al nombre de Cuba o, más recientemente, al
de Venezuela. La mejor manera de defender a Cuba y su hermosa revolución
del imperialismo es luchando contra el imperialismo y por la revolución
en cada país y en todo el mundo.
Preguntas abiertas, respuestas posibles
¿Cómo
pensar en América Latina los cambios radicales más allá de la
institucionalidad sin abandonar, al mismo tiempo, la necesidad de
construir la hegemonía socialista que nos agrupe a todos y todas?
¿Cómo
hacer política sin caer en las tramposas redes de la institucionalidad y
el progresismo, pero sin terminar recluidos en la marginalidad
política?
¿Cómo volver a colocar en el centro de las discusiones,
los proyectos y las estrategias revolucionarias latinoamericanas del
siglo XXI el problema del poder, abandonado, eludido o incluso negado
durante un cuarto de siglo de hegemonía neoliberal o posmoderna?
Para
resolver estas preguntas no sólo debemos inspirarnos en la historia. En
la actual fase de la correlación de clases —signada por la acumulación
de fuerzas— necesitamos generalizar la formación política de la
militancia de base. No sólo de los cuadros dirigentes sino de toda la
militancia popular. Se torna imperioso combatir el clientelismo y la
práctica de los “punteros” (negociantes de la política mediante las
prebendas del poder), solidificando y sedimentando una fuerte cultura
política en la base militante, que apunte a la hegemonía socialista
sobre todo el movimiento popular. No habrá transformación social radical
al margen del movimiento de masas.
Nos parecen ilusorias y
fantasmagóricas las ensoñaciones posmodernas y posestructuralistas que
nos invitan irresponsablemente a “cambiar el mundo sin tomar el poder”.
No se pueden lograr cambios de fondo sin confrontar con las
instituciones centrales del aparato de Estado. Debemos apuntar a
conformar, estratégicamente y a largo plazo —estamos pensando en
términos de varios años y no de dos meses— organizaciones guevaristas de
combate.
¿Por qué organizaciones? Porque el culto ciego a la
espontaneidad de las masas constituye un espejismo muy simpático pero
ineficaz. Todo el movimiento popular que en Argentina sucedió a la
explosión del 19 y 20 de diciembre de 2001 diluyó su energía y terminó
siendo fagocitado por la ausencia de organización y de continuidad en el
tiempo (organización popular no equivale a sumatoria de sellos
partidarios que tienen como meta máxima la participación en cada
contienda electoral).
¿Por qué guevaristas? Porque en nuestra
historia latinoamericana el guevarismo constituye la expresión del
pensamiento político más radical de Marx y Lenin y de todo el acervo
revolucionario mundial, descifrado a partir de nuestra propia realidad y
nuestros propios pueblos. El guevarismo se apropia de lo mejor que
produjeron los bolcheviques, los chinos, los vietnamitas, las luchas
anticolonialistas del África, la juventud estudiantil y trabajadora
europea, el movimiento negro norteamericano y todas las rebeldías
palpitadas en varios continentes. El guevarismo no es calco ni es copia,
constituye una apropiación de la propia historia del marxismo
latinoamericano, cuyo fundador es, sin ninguna duda, José Carlos
Mariátegui. Guevara no es una remera. Su búsqueda política, teórica,
filosófica constituye una permanente invitación a repensar el marxismo
radical desde América Latina y el Tercer Mundo. No se lo puede reducir a
tres consignas y dos frases hechas. Aun tenemos pendiente un estudio
colectivo serio y una apropiación crítica del pensamiento marxista del
Che entre nuestra militancia 6 .
¿Por qué de combate? Porque tarde o temprano nos toparemos con la
fuerza bestial del aparato de Estado y su ejercicio permanente de fuerza
material. Así nos lo enseña toda nuestra historia. Insistimos: ¡hay que
tomarse en serio la historia! Ninguna clase dominante se suicida.
Pretender eludir esa confrontación puede resultar muy simpático para
ganar una beca o seducir al público lector en un gran monopolio de la
(in)comunicación. Pero la historia de nuestra América nos demuestra, con
una carga de dramatismo tremenda, que no habrá revoluciones de verdad
sin el combate antiimperialista y anticapitalista. Debemos prepararnos a
largo plazo para esa confrontación. No es una tarea de dos días sino de
varios años. Debemos dar la batalla ideológica para legitimar en el
seno de nuestro pueblo la violencia plebeya, popular, obrera y
anticapitalista; la justa violencia de abajo frente a la injusta
violencia de arriba.
Pero al identificar el combate como un
camino estratégico debemos aprender de los errores del pasado, eludiendo
la tentación militarista. Las nuevas organizaciones guevaristas deberán
estar estrechamente vinculadas a los movimientos sociales. No se puede
hablar “desde afuera” al movimiento de masas. Las organizaciones que
encabecen la lucha y marquen un camino estratégico, más allá del día a
día, deberán ser al mismo tiempo “causa y efecto” de los movimientos de
masas. No sólo hablar y enseñar sino también escuchar y aprender. ¡Y
escuchar atentamente y con el oído bien abierto! La verdad de la
revolución socialista no es propiedad de ningún sello, se construirá en
el diálogo colectivo entre las organizaciones radicales y los
movimientos sociales. Las vanguardias —perdón por utilizar este término
tan desprestigiado en los centros académicos del sistema— que deberemos
construir serán vanguardias de masas, no de elite.
Si durante la
lucha ideológica de los ’90 —en los tiempos del auge neoliberal— nos
vimos obligados a batallar en la defensa de Marx, remando contra la
corriente hegemónica, en la década que se abre en el 2000, Marx solo ya
no alcanza. Ahora debemos ir por más, dar un paso más e instalar en la
agenda de nuestra juventud a Lenin y al Che (y a todas y todos sus
continuadores). Reinstalar al Che entre nuestra militancia implica
recuperar la mística revolucionaria de lucha extrainstitucional que
nutrió a la generación latinoamericana de los ’60 y los ’70.
Tenemos
pendiente pensar y ejercer la política más allá de las instituciones,
sin ceder al falso “horizontalismo” —cuyos partidarios gritan “¡que no dirija nadie!”
porque en realidad quieren dirigir ellos— ni quedar entrampados en el
reformismo y el chantaje institucional. En América Latina, la gran tarea
política de las ciencias sociales actuales consiste en cuestionar la
dominación aggiornada del capital y en legitimar, al mismo
tiempo, la respuesta popular frente a esa dominación, cada día más dura y
cruel. Esto es, frente a la creciente violencia de arriba, fundamentar
la legitimidad de la violencia de abajo, popular, plebeya, obrera,
campesina, anticapitalista y antiimperialista.
Nada mejor
entonces que combinar el espíritu de ofensiva de Guevara con la
inteligencia y lucidez de Gramsci para comprender y enfrentar el
gatopardismo. Saber salir de la política de secta, asumir la ofensiva
ideológica y al mismo tiempo ser lo suficientemente lúcidos como para
enfrentar el transformismo político de las clases dominantes que
enarbolan banderas “progresistas” para dominarnos mejor.
Como
San Martín, Artigas, Bolívar, Sucre, Manuel Rodríguez, Juana Azurduy y
José Martí, como Guevara, Fidel, Santucho, Sendic, Miguel Enríquez, Inti
Peredo, Carlos Fonseca, Haydeé Santamaría y Marighella, debemos unir
nuestros esfuerzos y voluntades colectivas a largo plazo en una
perspectiva internacionalista y continental. En la época de la
globalización imperialista no es viable ni posible ni realista ni
deseable un “capitalismo nacional”.
No podemos seguir
permitiendo que la militancia abnegada —presente en diversas
experiencias reformistas del cono sur— se transforme en “base de
maniobra” o elemento de presión y negociación para el aggiornamiento
de las burguesías latinoamericanas. Los sueños, las esperanzas, los
sufrimientos, los sacrificios y toda la energía rebelde de nuestros
pueblos latinoamericanos no pueden seguir siendo expropiados. Nos
merecemos mucho más que un miserable “capitalismo con rostro humano” y
una mugrienta modernización de la dominación. El guevarismo
latinoamericano tiene mucho que aportar en esa dirección y en esos
debates.
1
En este trabajo intentamos sintetizar y conjugar en una visión de
conjunto sobre la concepción de la revolución en el Che Guevara y en el
guevarismo hipótesis, sugerencias, análisis y conclusiones presentes en
otros artículos, ensayos y libros donde, en forma dispersa, hemos
intentado ir recuperando el aporte específicamente político de distintos
guevaristas (Robi Santucho, Miguel Enríquez, Roque Dalton, etc.). De
alguna manera este texto intenta hilar y enhebrar esos abordajes
parciales dentro de un conjunto mayor, para tratar de mostrar que existe
una concepción general integrada por todos ellos (de la cual nosotros,
varias décadas después, aspiramos a formar parte, retomándola y
recreándola, de acuerdo a nuestra época).
2
Es bien conocido el análisis del historiador británico Perry Anderson
(a quien nadie puede acusar de provincianismo intelectual o de
chauvinismo latinoamericanista), quien sostiene que el primer
experimento neoliberal a nivel mundial ha sido,
precisamente, el de Chile. Incluso varios años antes que los de Margaret
Thatcher o Ronald Reagan. No por periféricas ni dependientes las
burguesías latinoamericanas han quedado en un segundo plano en la escena
de la dominación social. Incluso en algunos momentos se han adelantado a
sus socias mayores, y han inaugurado —con el puño sangriento de
Pinochet en lo político y de la mano para nada “invisible” de Milton
Friedman en lo económico—, un nuevo modelo de acumulación de capital de
alcance mundial: el neoliberalismo.
3
Recordemos que para Marx la república burguesa parlamentaria —que él
nunca homologaba con “democracia”— constituía la forma más eficaz de
dominación política. Marx la consideraba superior a las dictaduras
militares o a la monarquía porque en la república parlamentaria la
dominación se vuelve anónima, impersonal y termina licuando los
intereses segmentarios de los diversos grupos y fracciones del capital,
instaurando un promedio de la dominación general de la clase
capitalista, mientras que en la dictadura y en la monarquía es siempre
un sector burgués particular el que detenta el mando, volviendo más
frágil, visible y vulnerable el ejercicio del poder político.
4
Como coherente partidario de la unidad con los militares
latinoamericanos, Dieterich no se ahorra la oportunidad de marcar sus
enormes distancias con el marxismo del Che Guevara, a quien se refiere
críticamente del siguiente modo: “Para transformar la sociedad hay tres caminos posibles: a) manipular genéticamente al ser humano, b) tratar de crear al “hombre nuevo” y c) cambiar las instituciones que guían su actuación [...] La opción b) ha sido aplicada por todas las religiones del mundo, seculares y metafísicas, con resultados desastrosos ” (véase Heinz Dieterich: Bases del nuevo socialismo. Buenos Aires, Editorial 21, 2001. p. 74).
5 “La guerra de guerrillas” fue escrito por Lenin después de la insurrección rusa de 1905. Fue publicado por primera vez en Proletari
N°5, el 13/X/1906. En Argentina, este texto curiosamente “olvidado” por
los apresurados impugnadores del supuesto “foquismo”, vio la luz –es
probable que por primera vez— en 1945. Véase la antología La lucha de guerrillas a la luz de los clásicos del marxismo-leninismo.
Bs.As., Lautaro, septiembre de 1945. pp.71-86. Esta edición del Partido
Comunista argentino, seguramente respondía a la euforia que vivió esta
corriente ante la victoria soviética (guerrillas incluidas…) sobre los
nazis. Sin embargo, a pesar de haberlo publicado, nunca se tomó como eje
de lo que se consideraba oficialmente como sinónimo de “leninismo”. Más
tarde, esta misma corriente traduce del ruso y publica las Obras Completas
de Lenin. Con el tomo N°11 de estas últimas (volumen que incluye los
textos sobre la guerra de guerrillas, posteriormente analizados por
Santucho) sucede algo singular. Con esos materiales, los editores del
comunismo argentino toman la decisión de publicar, al mismo tiempo, dos
libros distintos. Por un lado, publican el mencionado tomo N°11, como
parte de las Obras Completas, con el mismo formato y la misma
tapa (fondo naranja, con la fotografía de Lenin en gris) que el resto de
la colección. Por otro lado editan, al mismo tiempo, en un volumen
separado: Lenin: Las enseñanzas de la insurrección y la guerra de guerrillas. Bs.As., Ediciones Estudio, 1960 [Se trata de la reproducción exacta del tomo N°11 de las Obras Completas,
impreso el mismo día y en la misma imprenta, pero editado al mismo
tiempo con otro título y otro sello editorial]. Exceptuando algunos
pocos trabajos económicos suyos sobre el imperialismo, esta operación
editorial no se volvió a repetir nunca en Argentina con ningún otro
escrito de Lenin.
6
Apuntando en esa dirección y hacia esa tradición política, hemos
querido contribuir con un pequeñísimo granito de arena a través de
nuestro Ernesto Che Guevara: El sujeto y el poder y con diversas
experiencias de formación política en varias cátedras Che Guevara,
dentro y fuera de la universidad, tanto en movimientos de derechos
humanos, en el movimiento estudiantil como en escuelas del movimiento
piquetero. Pueden consultarse algunos de esos trabajos en la página web
de la «Cátedra Che Guevara – Colectivo Amauta»: amauta.lahaine.org y rebelion.org
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=57007
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